El peso del Poder (novela completa)

Introducción:
El peso del poder


    El poder no es más que un espejismo. Se presenta como la única fuerza que puede liberar, pero termina siendo la prisión más opresiva que existe. Es un don que los hombres anhelan como si fuera aire, pero en cuanto lo alcanzan, los convierte en esclavos de su propia ambición.

Aquellos que nos gobiernan, que pretenden moldear nuestras vidas, a menudo lo hacen desde las sombras, como titiriteros invisibles. Se presentan ante nosotros con sonrisas pulidas y palabras vacías, pero detrás de esos rostros de amabilidad habita la verdadera naturaleza del poder: una bestia voraz que devora sin piedad. Estas personas nos miran desde arriba, no como iguales, sino como meras hormigas que mueven su maquinaria de poder. Para ellos, no somos más que piezas reemplazables, herramientas en su juego infinito de control.

Y como en todo juego de poder, aquellos que suben a la cima rara vez lo hacen sin ensuciarse las manos. ¿Cuántos cadáveres quedan enterrados bajo los cimientos de sus imperios? ¿Cuántas almas han vendido su moralidad a cambio de un título, de un apellido que pueda perdurar, inmaculado, en la historia?

Pero el poder tiene un costo. Siempre lo tiene. Porque quienes lo ostentan no lo hacen para siempre. Los imperios caen, los nombres se manchan, y los secretos, por mucho que se intenten esconder, siempre encuentran la forma de salir a la superficie. A veces es la justicia la que los saca a la luz, pero la mayoría de las veces, es la misma ambición lo que acaba desmoronando los reinos de estos titanes.

Y así, bajo el brillo falso de la riqueza y la gloria, comienzan a formarse grietas. Grietas que revelan la podredumbre oculta, donde el poder no es más que una enfermedad que lentamente consume a quien lo posee. Es en esas grietas donde se encuentran las historias de los poderosos, las que nunca llegan a la luz pública, porque a nadie le gusta admitir que hasta los más grandes caen. Y suelen hacerlo de la peor manera.

Este es el caso de la familia Sáenz, y en particular de Patricia Sáenz, o Pato, como la conocían. Su historia, como tantas otras, comienza en las alturas del poder, pero termina de la manera en que suelen hacerlo estas historias: con sangre, mentiras y silencio.


  Capítulo 1

El hallazgo del cuerpo

    

La luz tenue de la mañana apenas logró abrirse paso entre las pesadas cortinas del apartamento de Patricia Sáenz. Ese lugar, tan decorado y calculadamente opulento, parecía detenido en el tiempo, como si el aire hubiera dejado de moverse desde la noche anterior. La quietud envolvía cada rincón, y la sensación de vacío era tan espesa que parecía cortarse con un cuchillo. En medio de esa calma inquietante, yacía el cuerpo de Patricia.

Para cualquier otro, sería la imagen de un suicidio perfecto: la botella de pastillas vacía en la mesita de noche, la copa de vino a medio tomar junto a ella, y sus labios, aún teñidos de ese rojo oscuro que usaba en ocasiones especiales. Pero para Hernán, todo allí gritaba que esa escena perfecta era una mentira.

Él fue el primero en llegar. El portero del edificio lo reconoció al instante, sin necesidad de preguntas, y lo dejó pasar, quizás porque conoció la cercanía que había tenido con Patricia en sus últimos meses. Sin embargo, Hernán sintió un nudo en el estómago, una ansiedad que solo crecía mientras subía en el ascensor. Cuando finalmente abrió la puerta del apartamento, lo invadió el contraste entre el silencio opresivo y el lujo impersonal que impregnaba el lugar.

Nada estaba fuera de lugar. Cada objeto estaba colocado con la precisión que Patricia solía imponer en su entorno, hasta en los detalles más pequeños. Pero la inquietud de Hernán iba mucho más allá de lo evidente. Se acercó al cuerpo, sintiendo cómo su propio pulso se aceleraba. No había horror en sus ojos, sino confusión, como si el peso de las emociones que intentaban abrirse camino dentro de él lo mantuviera al borde de un abismo.

Con un esfuerzo, desvió la mirada de Patricia para no dejar que la desesperanza se apoderara de él. Justo antes de salir de casa esa mañana, había recibido un mensaje de ella. Revisó su teléfono una y otra vez, y el mensaje seguía ahí, tan simple como inquietante: "No confíes en ellos". Dos días antes, habían discutido sobre personas en las que no debía confiar, pero él nunca imaginó hasta qué punto esa advertencia podría estar relacionada con su propio entorno.

El mensaje había llegado sin ningún contexto, pero Hernán no necesitaba más. "Ellos" era una palabra que podía tener varios rostros en la vida de Patricia: su padre, sus socios, sus antiguos amantes o cualquier persona que tuviera algo que ganar o perder con su éxito. Y, aunque era difícil de admitir, "ellos" bien podía incluirlo a él, alguien que en los últimos meses había sido su amante, su confidente y, por momentos, una de las pocas personas que podía ver más allá de la imagen fuerte que Patricia proyectaba.

A su alrededor, el ambiente continuaba sumido en un silencio casi reverencial. Cada paso que parecía romper un hechizo, como si su presencia misma fuera una violación a la intimidad de los secretos que aquella habitación guardaba. Había conocido a Patricia en sus momentos de mayor vulnerabilidad, pero esa escena, el rastro de su último aliento, se sentía terriblemente ajeno, como si alguien hubiera creado una obra perfecta destinada a engañar incluso a quienes la conocieron más de cerca.

La opulencia de la habitación, con sus muebles pulidos y paredes decoradas en tonos oscuros, era una burla cruel a la frágil realidad que ahora quedaba expuesta. En su recorrido por la habitación, Hernán se detuvo en los objetos que alguna vez habían sido testigos de los momentos más humanos de Patricia: una fotografía en blanco y negro de su niñez, un brazalete de plata que siempre usó y un cuaderno abierto en el escritorio, con páginas en blanco que parecían esperar palabras que nunca se escribieron.

Algo lo hizo detenerse en el estante de libros. Allí, como escondida entre otros volúmenes, una nota destacaba por su posición ligeramente inclinada. Era una simple hoja de papel doblada dentro de uno de los libros. Hernán la sacó, sus dedos temblando al abrirla. La letra no era completamente reconocible, parecía suya, pero algo en su trazo torpe sugería una falsificación.

"Perdóname. No tuve opción."

El mensaje era desconcertante. Patricia nunca se disculpaba, y mucho menos en una nota que pareciera despedirse. Ella era una mujer que nunca mostró debilidad, ni siquiera en los momentos más oscuros. Aquella nota no encajaba con el carácter firme y decidido de alguien que había aprendido a enfrentar las sombras que la rodeaban sin apartar la mirada.

Una sirena comenzó a escucharse en la distancia, devolviéndolo a la realidad. La policía estaba por llegar, y con ellos, el despliegue de forenses y detectives que tomarían la escena en sus manos. Hernán sabía que lo cuestionarían y que, como amante secreto de Patricia, él mismo sería objeto de sospecha. Pero también sabía algo más: aquella no sería una investigación común. Lo que parecía un suicidio perfecto era solo la superficie de una historia mucho más profunda y retorcida, en la que el poder y los secretos que Patricia guardó a lo largo de su vida estaban a punto de salir a la luz.

Al salir de la habitación, Hernán tuvo una última visión de Patricia. A pesar de la frialdad de la escena, sintió que algo en aquella perfección helada se tambaleaba. La muerte la había alcanzado de una forma que parecía demasiado precisa, demasiado calculada. Y, aunque el mundo pronto la juzgaría por su vida pública, él estaba decidido a buscar la verdad, porque sabía que, detrás de esa fachada inmaculada, Patricia había sido alguien más. Y, pase lo que pase, no dejaría que el brillo falso de la opulencia sepultara los secretos de su verdadero yo.


Capítulo 2
 La familia Sáenz


    El apellido Sáenz tenía un peso invisible, un poder que se sentía en las reuniones de alta sociedad, en las oficinas gubernamentales y en los círculos de influencia, donde los hilos del control se movían en silencio. La familia Sáenz no solo inspiraba respeto, sino también un temor sutil, como si quienes pronunciaban el nombre sintieran que invocaban a algo más que una simple dinastía de empresarios. En el centro de esa red estaba Luciano Sáenz Peñaloza, un hombre que había aprendido a manejar el poder con la destreza de un titiritero, siempre detrás del telón.

Luciano había comenzado su carrera política como concejal en su ciudad natal, pero su visión iba más allá de los límites del gobierno local. Su verdadera habilidad residía en saber quién debía favorecer y en mantener una red de contactos bien entrelazada, alimentada por acuerdos oscuros, y sellada con una lealtad que solo el miedo podía garantizar. Si bien en público proyectaba la imagen de un benefactor comprometido con su comunidad, su verdadera naturaleza era la de un estratega frío y calculador, alguien que nunca movía una ficha sin pensar en las consecuencias.

Para él, el poder no era solo un medio, sino un fin en sí mismo, algo que debía preservarse y ampliarse a cualquier precio. La política y los negocios eran solo plataformas, escenarios en los que manipulaba a quienes le rodeaban como piezas de un juego mucho más grande. Y los Sáenz, su familia, no eran la excepción. Luciano consideró que su apellido era un legado que debía perdurar, pero bajo términos que él mismo dictara, sin lugar para la vulnerabilidad o los errores.

Patricia Sáenz había sido moldeada bajo esa influencia desde muy joven. Luciano, que rara vez demostraba afecto, se había encargado de inculcarle un sentido de responsabilidad implacable, enseñándole que el amor, la lealtad o la amabilidad no eran más que debilidades que podían aprovechar sus enemigos. Él no quería una hija; Quería una sucesora, alguien capaz de continuar con su legado sin cuestionar los métodos que él mismo había perfeccionado. Para Patricia, ser parte de la familia Sáenz implicaba mucho más que un apellido: significaba llevar una carga de expectativas y un control constante que la acompañaría durante toda su vida.

De niña, Patricia había crecido viendo a su padre como una figura omnipotente, alguien que podía hacer y deshacer las reglas a su antojo. Pero, a medida que crecía, esa admiración se convertía en algo más oscuro. Aunque aprendió a replicar su frialdad y determinación, algo en ella rechazaba la visión implacable y deshumanizada que Luciano intentaba transmitirle. Patricia soñaba con liberarse de esa opresión, con construir algo propio lejos de su influencia. Sin embargo, era consciente de que cada paso que daba estaba siendo evaluado, cada logro y cada fracaso era solo una confirmación para Luciano de si ella era digna de llevar el apellido Sáenz.

La relación entre Patricia y Luciano siempre había sido tensa, una batalla de voluntades donde el amor paterno brillaba por su ausencia. En las cenas familiares, los comentarios ambiguos de Luciano, las advertencias disfrazadas de consejos y las críticas veladas siempre terminaban imponiendo su presencia en la mente de Patricia. Él no necesitaba alzar la voz para recordarle que ella era, ante todo, una extensión de su poder y una continuación de su ambición. Patricia había aprendido desde joven que cualquier señal de independencia sería tomada como un acto de rebeldía, algo que debía ser corregido o controlado.

Patricia intentó liberarse. Tras un fracaso en las elecciones municipales, un golpe que cualquier otra persona habría visto como el fin de su carrera política, Patricia redirigió su ambición hacia el sector inmobiliario. Allí, pudo amasar su propia fortuna, construir su propia red y, al menos en apariencia, alejarse del control de su padre. Pero Luciano nunca estuvo del todo lejos. Sabía de cada paso que daba Patricia, de cada trato que cerraba y de cada rival que enfrentaba. Con cada éxito que Patricia obtuvo, Luciano encontró alguna manera de criticarla, recordándole que, aunque sus logros fueron impresionantes, aún no eran suficientes. Para él, su independencia era solo una extensión más del apellido Sáenz, y cualquier amenaza a la imagen de la familia significaba un peligro que debía ser manejado.

La presión constante que Luciano ejercía sobre ella no solo afectó su vida profesional, sino también su capacidad para confiar en los demás. Patricia creció sabiendo que las relaciones eran solo otro juego de poder. Aprendió a desconfiar incluso de su propia familia, y aunque anhelaba un escape, la posibilidad de desafiar a su padre la aterrorizaba. La influencia de Luciano era tan abrumadora que, incluso en sus momentos de mayor éxito, Patricia sentía que cualquier error podía convertirla en otra pieza desechable.

Pero los rumores sobre Luciano, aquellos susurros que rodeaban sus negocios y que circulaban entre quienes lo conocían de cerca, fueron los que finalmente despertaron algo más profundo en Patricia. Siempre había habido una sombra alrededor de la muerte de los dos hermanos de Luciano. La historia oficial hablaba de enfermedades repentinas, pero el momento de sus muertes fue tan conveniente para los intereses de Luciano que muchos dudaban de su veracidad. Con sus hermanos fuera del camino, Luciano quedó como el único heredero directo de la fortuna familiar y pudo avanzar sin obstáculos hacia el poder absoluto.

Patricia siempre tuvo sus dudas, pero sabía que hacer preguntas sobre rumores esos podían costarle más de lo que estaba dispuesta a arriesgar. Sin embargo, aquella sospecha, ese eco constante de que su padre era capaz de cualquier cosa, la empujó a fortalecer su propio sentido de supervivencia. Empezó a jugar el juego a su manera, replicando el sigilo y la astucia de Luciano, pero con una diferencia fundamental: en el fondo, Patricia aún conservaba un resquicio de humanidad, un impulso que la llevaba a proteger a quienes consideraba importantes.

Esa dualidad en su carácter, la contradicción entre su humanidad y el pragmatismo que había aprendido de su padre, fue lo que la llevó a ser una de las figuras más poderosas en el sector inmobiliario. Sin embargo, la ambición de Luciano era insaciable. Nunca dejó de controlar cada aspecto de su vida, y Patricia, por más que intentaba romper el lazo que los unía, no podía escapar de la vigilancia constante de su padre.

La prensa local, que conocía bien la reputación de los Sáenz, siguió cada paso de la familia, alimentando los rumores y las teorías sobre las oscuras conexiones de Luciano. Con la muerte de Patricia, comenzaron a circular nuevas preguntas: "¿Fue un suicidio, o algo más?" Hernán, mientras leía los titulares, no podía evitar recordar las veces que Patricia hablaba de su familia, siempre con una mezcla de admiración y resentimiento. La relación entre ella y Luciano era mucho más que una simple relación de padre e hija; Era una lucha constante de poder en la que ambos estaban dispuestos a sacrificar casi cualquier cosa.

La frase del mensaje de Patricia volvió a la mente de Hernán: "No confíes en ellos". En su vida, "ellos" significaban muchas personas, pero sobre todo, significaba a su propio padre, el hombre que, aunque decía proteger a su familia, siempre encontraba la forma de utilizar a quienes tenía cerca. Luciano no solo era su padre; era su juez, su maestro y, en última instancia, su verdugo. Y Hernán comenzaba a sospechar que la influencia de Luciano sobre Patricia había llegado mucho más lejos de lo que nadie imaginaba.


Capítulo 3

Los lazos rotos


    La relación entre Patricia y Luciano Sáenz siempre fue una cuerda tensa, una línea frágil entre la admiración y el resentimiento. Desde pequeña, Patricia había aprendido a ver a su padre como una figura casi mítica, alguien que parecía desafiar las normas y controlar su entorno con una frialdad que rayaba en lo inhumano. Sin embargo, a medida que crecía, comprendió que esa figura poderosa no era un protector, sino un titiritero dispuesto a manipular todo a su alrededor, incluso a su propia familia.

Luciano no era un hombre que compartiera afecto ni palabras de aliento. Para él, la vida era una partida estratégica, y Patricia era una pieza clave en el tablero. Su educación fue rigurosa y calculada, diseñada para convertirla en una extensión de su propio poder. Los estudios que eligió, las amistades que cultivaba, incluso los hobbies que practicaba, todo tenía que estar a la altura de los estándares de Luciano. Si alguna vez ella intentaba desviarse de esos moldes, Luciano se aseguraba de recordarle, con frialdad, que cualquier acto de independencia sería visto como una debilidad.

De joven, Patricia había intentado satisfacer esas expectativas imposibles, convencida de que algún día recibiría una muestra de orgullo o de afecto por parte de su padre. Pero aquel reconocimiento nunca llegó. Luciano no estaba interesado en sus logros personales; solo veía su potencial como un eslabón más en la cadena de poder de los Sáenz. Con el tiempo, Patricia entendió que, para él, ella no era su hija: era su legado. Y si algún día ese legadoba su control, no dudaría en alejarla, tal como lo había hecho con otros miembros de la familia.

La presión de su padre y el peso del apellido Sáenz crearon en Patricia una ambivalencia que la acompañaría toda su vida. Por un lado, estaba decidida a demostrarle a Luciano que podía igualarlo, que era capaz de manejar el poder sin doblegarse. Pero por otro lado, cada paso que daba hacia esa independencia parecía desmoronar la poca conexión que tenían. Sus encuentros familiares, que deberían haber sido espacios de descanso y cercanía, se convirtieron en duelos silenciosos, en juegos de miradas y comentarios encubiertos que dejaban claro quién tenía el control.

Luciano vigilaba cada uno de sus movimientos, y aunque no lo decía abiertamente, Patricia sentía su desaprobación constante. En una ocasión, cuando Patricia sugirió expandir su empresa fuera del país, su padre la miró con una frialdad que la hizo estremecerse. Con voz suave, le dijo: "El apellido Sáenz es una responsabilidad, Patricia, no un pasaporte. No cometas el error de creer que puedes llevarlo a cualquier lugar sin consecuencias".

Aquellas palabras, aunque sutiles, fueron una advertencia. Luciano le recordaba que su libertad siempre sería una ilusión y que, aunque construyera su propio imperio, el apellido Sáenz y todo lo que conllevaba nunca la abandonaría. Patricia comenzó a sentir que su éxito solo servía para cimentar la opresión de su padre, como si cada logro la enredara más en la red invisible que él había tejido a su alrededor.

A medida que crecía, la tensión entre ambos se volvía una constante, una relación de competencia donde el amor no tenía cabida. Patricia anhelaba romper con esa cadena, ser alguien fuera de la sombra de su padre, pero sabía que cualquier intento de distanciarse solo provocaría una reacción aún más controladora de su parte. Luciano, aunque parecía desapegado y sereno, observaba cada uno de sus movimientos. Cualquier señal de independencia era recibida con desconfianza, y cualquier error que pudiera poner en riesgo el apellido era reprimido con frialdad.

El rumor sobre la implicación de Luciano en la muerte de sus propios hermanos siempre había sido una herida silenciosa entre ellos. Aunque Patricia nunca se atrevió a preguntarle directamente, la sombra de aquellas muertes resonaba en sus pensamientos. Los hermanos de Luciano murieron en circunstancias “convenientes” cuando la disputa por la herencia de la familia amenazaba con dividir el poder de los Sáenz. Con sus hermanos fuera del camino, Luciano se convirtió en el único heredero y en el líder incuestionable del apellido, construyendo su propio imperio sin la interferencia de nadie más.

Patricia se preguntaba hasta qué punto su padre había sido responsable de aquellas muertes, y aunque no tenía pruebas, el simple hecho de considerar esa posibilidad la hacía sentir una mezcla de repulsión y miedo. Aquella sombra se cernía sobre ella en cada decisión que tomaba, recordándole que su padre era capaz de cualquier cosa. Esa idea la marcó profundamente, enseñándole que, en la familia Sáenz, la sangre podía ser tanto un vínculo como un arma.

El conflicto con su padre no solo afectó su vida profesional, sino también su capacidad de confiar en los demás. Patricia, aunque poderosa y segura en su faceta pública, era profundamente vulnerable en lo privado. Sabía que cualquier relación cercana podía convertirse en una debilidad que su padre explotaría sin dudar. Incluso en sus momentos de mayor éxito, cuando sus negocios florecían y su influencia crecía, Patricia sentía que su vida estaba construida sobre un terreno inestable, siempre al borde del colapso.

Con el tiempo, Patricia intentó deshacerse de la influencia de su padre incursionando en el sector inmobiliario, un mundo donde Luciano no tenía tanto poder. Fue allí donde construyó su propio imperio, convencida de que podía mantenerse al margen de las manipulaciones de su padre. Sin embargo, su éxito no pasó desapercibido para Luciano. A medida que crecía su fortuna y su reputación, él encontraba maneras de ejercer su control, con advertencias veladas y recordatorios de que el apellido Sáenz tenía sus propias reglas.

Luciano vio en Patricia tanto un reflejo de sus propios logros como una amenaza a su poder. Por un lado, estaba orgullosa de la influencia que ella lograba en el sector inmobiliario, pero por otro, no soportaba la idea de que alguien, incluso su hija, pudiera eclipsarlo. Sabía que Patricia era capaz de mucho, pero esa misma habilidad la hacía peligrosa. Si en algún momento ella decidió desafiarlo, Luciano estaba dispuesto a utilizar cualquier recurso para mantenerla bajo control.

Con la muerte de Patricia, Hernán empezó a recordar las ocasiones en que ella hablaba de su familia. Sus palabras siempre tenían un tono de admiración amarga, una mezcla de orgullo y resentimiento que reflejaba el conflicto constante entre su deseo de libertad y la invisible que la ataba a su padre. Luciano había ganado su guerra contra Patricia de la forma más brutal, y ahora, con su hija muerta, Hernán comprendía que la sombra de Luciano era mucho más extensa de lo que jamás imaginó.


Capítulo 4

 El encuentro


    Hernán avanzaba por la carretera sinuosa, sintiendo cómo el entorno se regresaba cada vez más opresivo a medida que se alejaba de la ciudad. Los árboles, altos y oscuros, parecían formar un túnel a su alrededor, como si el mismo bosque quisiera advertirle que aquel camino solo llevaba a la boca del lobo. Conducía hacia la vieja casa de verano de los Sáenz, la misma en la que Patricia había pasado los veranos de su infancia, y que ahora era la residencia habitual de su padre, Luciano. Un lugar que alguna vez fue un refugio familiar y que, en los últimos años, se había convertido en un escenario de fiestas y reuniones exclusivas, lejos de las miradas indiscretas.

Al llegar, una verja oxidada y chirriante se abrió lentamente, y Hernán sintió un escalofrío mientras cruzaba el umbral. El silencio en aquel lugar era inquietante, apenas roto por el crujido de la grava bajo sus pies. La mansión se alzaba imponente, con su fachada antigua y sus ventanas cerradas, una fortaleza que lucía como si escondiera siglos de secretos oscuros entre sus paredes.

Hernán avanzó hacia la entrada con pasos inseguros, sus sentidos en alerta. Justo cuando estaba a punto de llamar a la puerta, una voz a sus espaldas lo hizo detenerse.

—No entres —dijo la voz, baja y firme, con un tono que no admitía discusión.

Hernán giró bruscamente y vio a una mujer emergente de las sombras. Vestía un abrigo oscuro, y su figura delgada se movía con una calma calculada. Aunque no la reconoció de inmediato, había algo en ella que le resultaba extrañamente familiar, una presencia que evocaba recuerdos vagos, casi olvidados.

—¿Quién eres? —preguntó Hernán, intentando mantener el control sobre el miedo que empezaba a sentir.

La mujer se acercó, ya medida que la luz tenue de una farola cercana iluminaba su rostro, Hernán finalmente la reconoció. Era Marta, la antigua niñera de Patricia, una mujer que había trabajado para la familia Sáenz durante décadas. Patricia le había mencionado a Marta en más de una ocasión, siempre con cariño, describiéndola casi como una madre adoptiva. Sin embargo, Hernán pronto se dio cuenta de que aquella mujer era mucho más que una simple niñera.

Marta había pasado de ser la cuidadora de Patricia y su hermana a convertirse en la secretaria personal de Luciano, e incluso, según algunos rumores, en su amante. Su rostro, marcado por el tiempo y las experiencias vividas, mostraba ahora una expresión de advertencia y resignación, como si llevara consigo el peso de secretos que jamás podrían ser revelados.

—Estoy aquí para evitar que cometas un error del que no podrás regresar —dijo Marta, en voz baja pero con una intensidad que no dejaba lugar a dudas—. Sé lo que estás buscando, pero no tienes idea de en qué te estás metiendo.

Hernán la miró fijamente, tratando de ocultar la mezcla de temor y desconfianza que la presencia de Marta despertaba en él.

—¿A qué te refieres? —preguntó, intentando sonar calmado—. Patricia… Patricia me dejó un mensaje, algo que no logro entender del todo. Solo quiero saber qué le pasó.

Marta susspiró y desvió la mirada, como si recordara algo que preferiría olvidar. Finalmente, volvió a fijar sus ojos en Hernán, con una expresión de amargura y determinación.

—Patricia no se suicidó —dijo Marta, sin rodeos—. Lo sabes, pero aún no tienes pruebas suficientes. Lo que te voy a dar es lo que necesitas para entender por qué ella murió, y por qué tú podrías ser el próximo si sigues buscando.

De su bolsillo, Marta sacó un pequeño USB y se lo entregó a Hernán, casi como si no pesara nada, aunque ambos sabían que el contenido de aquel dispositivo era mucho más pesado de lo que parecía.

— ¿Qué hay en esto? —preguntó Hernán, mirando el dispositivo con el corazón latiéndole acelerado.

—Todo lo que necesitas saber sobre Patricia y sobre la gente que la rodeaba —respondió Marta—. Videos, fotos… pruebas de las fiestas, las drogas, los hombres que se aprovechaban de ella mientras su padre miraba hacia otro lado. Hombres que ahora no pueden permitirse que su nombre quede manchado por los escándalos de una mujer que ya no está.

Hernán sintió una punzada en el estómago al escuchar aquello. Conocía el carácter de Patricia, su determinación y su orgullo. Saber que había estado en una situación tan vulnerable lo llenaba de una rabia y una impotencia que apenas podía contener.

—¿Por qué me das esto? —preguntó finalmente, con la voz temblorosa—. ¿Sabes que esto es peligroso para ti también?

Marta lo miró con frialdad, y en su expresión había un dejo de ironía, como si toda su vida hubiera sido una serie de decisiones que siempre la ponían en peligro.

—Porque Patricia era importante para mí. La quise como a una hija, y aunque ella nunca lo supo, siempre la cuidé. No pude protegerla de su padre, pero tal vez tú sí puedas darle la justicia que merece —dijo, con una amargura que traicionaba el control que intentaba mantener.

Hernán sintió una mezcla de respeto y desconfianza. Sabía que Marta tenía razones propias para ayudar, pero aún no podía estar seguro de hasta qué punto podía confiar en ella. Antes de que pudiera decir algo más, Marta se inclinó hacia él, susurrándole con un tono que heló la sangre en sus venas.

—No confies en nadie —advirtió, su voz apenas un susurro—. Luciano no permitirá que alguien como tú se salga con la suya. Si decide seguir adelante, serás el siguiente en su lista.

Con esas palabras, Marta se dio media vuelta y desapareció en la oscuridad del jardín, dejando a Hernán solo, con el USB en la mano y la certeza de que, si seguía adelante, estaba entrando en un juego donde las apuestas eran mucho más altas. de lo que jamás había imaginado.

Mientras se alejaba de la mansión, Hernán miró el dispositivo en su mano. Marta le había dicho que allí estaban las pruebas, pero también le había dejado una advertencia clara: Luciano Sáenz no perdonaría la traición, y quien intentara exponer sus secretos tendría que enfrentarse a un enemigo implacable. Aún así, Hernán sabía que no podía dar marcha atrás. Por Patricia, y por la verdad que merecía salir a la luz, estaba dispuesto a arriesgarlo todo.


 Capítulo 5

 Descubriendo la verdad



    Hernán se sentó en la penumbra de su pequeño apartamento, con el USB que Marta le había dado temblando en su mano. Sabía que lo que estaba a punto de ver cambiaría todo lo que creía saber sobre Patricia y su familia. Mientras conectaba el dispositivo a su computadora, su mente trataba de prepararse para el golpe, pero nada podía anticipar lo que estaba a punto de descubrir.

La pantalla parpadeó y una serie de carpetas apareció ante él: Videos , Fotos , Documentos … Cada carpeta era una puerta hacia el abismo, una colección de momentos ocultos que parecían haber sido almacenados con una precisión casi enfermiza. Hernán tragó saliva, intentando calmar los latidos de su corazón. La primera carpeta que contenía videos, y al reproducir el primero, la imagen de Patricia, sonriente y bailando en una fiesta, llenó la pantalla.

Al principio, parecía una celebración común, aunque algo caótica. La música sonaba alta, las luces parpadeaban y el ambiente era casi hipnótico. Pero mientras avanzaba el video, la imagen de Patricia cambió. Su mirada, antes viva y alegre, se tornó vidriosa y desconectada. A su alrededor, varios hombres la rodeaban, observándola con una mezcla de deseo y desprecio. En otro video, aún más perturbador, se la veía inconsciente en una cama, mientras figuras masculinas, desenfocadas, se movían a su alrededor. Hernán apenas podía soportar la escena, su estómago se revolvía y sus manos temblaban al intentar detener el video.

Se apartó de la pantalla, sintiendo una ira y una impotencia tan intensas que le costaba respirar. Patricia había sido víctima de una red de abuso y manipulación que iba mucho más allá de lo que él había imaginado. En esos videos, Patricia ya no era la mujer fuerte y decidida que él conocía; Era una figura frágil, atrapada en una realidad que nadie había querido ver.

La siguiente carpeta, marcada como Documentos , contenía listas de nombres y transacciones que detallaban los favores, sobornos y contactos que mantenían a flote la red de corrupción de Luciano. Los documentos incluían nombres de empresarios, políticos y figuras de alto perfil que asistían a las fiestas y participaban en negocios turbios. Hernán comprendió que Patricia había intentado protegerse de aquella roja con los pocos recursos que tenía, intentando reunir pruebas y guardar cada detalle en caso de que la situación llegara demasiado lejos. Y ahora él tenía en sus manos el último grito de ayuda de Patricia, un legado que mostraba no solo su sufrimiento, sino también la roja que había permitido su caída.

Un archivo final, marcado como Correspondencia , contenía correos y mensajes entre Luciano y sus socios, conversaciones que hablaban de Patricia como si fuera una pieza más en su juego de poder. Uno de los mensajes le heló la sangre: “La mercancía no debe ser tocada hasta la próxima reunión”, dijo uno de los correos, en un lenguaje que reducía a Patricia ya otras mujeres a simples “productos”.

Hernán sintió que el mundo entero se desplomaba a su alrededor. Patricia no solo había sido manipulada, sino que había sido usada como una moneda de cambio en los negocios de su padre. Luciano había permitido que la degradaran, y cuando ella intentó salir de ese ciclo, había sido eliminada.

Una mezcla de culpa y desesperación inundó a Hernán. Había conocido a Patricia en sus peores momentos, pero nunca imaginó que su dolor era tan profundo ni que el origen de su sufrimiento era tan perverso. Mientras leía cada documento y veía cada vídeo, una verdad inquietante empezó a cobrar forma en su mente: Patricia había sido silenciada porque sabía demasiado, y Luciano estaba dispuesto a cualquier cosa para proteger su reputación.

Justo en ese momento, una sirena de policía se escuchó en la calle, rompiendo el silencio de la noche. Hernán miró hacia la ventana, observando las luces azules que pasaban velozmente por el vecindario. Esa sirena le recordó que no tenía mucho tiempo; Pronto, los mismos hombres que habían silenciado a Patricia podrían estar tras él. Sin embargo, no podía detenerse ahora. Sabía que tenía que hacer algo con aquella información, exponer la verdad y asegurarse de que el mundo conociera lo que le había ocurrido a Patricia.

Desconectó el USB y lo guardó en el bolsillo interior de su abrigo. Sentía que llevaba una bomba en el pecho, un arma que no solo podía destruir a Luciano, sino también a toda la red de poderosos hombres que se escondían detrás de su fachada intachable. Mientras cerraba la computadora, una idea comenzó a formarse en su mente: si la justicia convencional no iba a ayudar, entonces tendría que recurrir a alguien fuera del sistema, alguien que no tuviera miedo de destapar las entradas podridas de la familia Sáenz.

Hernán sabía que su próxima parada encontraría a un periodista de confianza, alguien que estaría dispuesto a contar esta historia, aunque eso significara desafiar a los poderosos. Mientras salía de su apartamento, sus pensamientos regresaban una y otra vez al último mensaje de Patricia: “No confíes en ellos”. Ahora entendía que “ellos” no solo eran los hombres de su padre, sino también el sistema, el mismo que había permitido que Luciano llegara tan lejos sin enfrentar consecuencias.

Con el USB bien guardado, Hernán salió a la noche, sintiendo el frío como nunca antes. La ciudad, oscura y silenciosa, parecía observarlo, como si supiera el peso de su misión. Sabía que lo que tenía en sus manos no solo le daría justicia a Patricia, sino que podría derribar el imperio de Luciano y de todos aquellos que alguna vez la traicionaron. Pero también sabía que la verdad tenía un precio, y que estaba a punto de enfrentarse al desafío más peligroso de su vida.


Capítulo 6

 Decisiones difíciles



    Hernán se retorcía en el suelo de su apartamento, jadeando y luchando por respirar. La paliza que Martín, el hombre de confianza de Luciano, le había dado le había dejado dos costillas rotas y un dolor sordo en todo el cuerpo. Cada intento de movimiento era una punzada aguda que lo atravesaba, pero el dolor físico era solo una fracción del peso que cargaba.

El médico le había dicho que necesitaba reposo absoluto, pero para Hernán, aquello era imposible. Había visto demasiado, y sabía que Luciano no se detendría hasta verlo fuera de juego. En los últimos días, su mente había sido un torbellino de dudas y temores, mientras intentaba comprender el alcance de lo que había descubierto en el USB. Ahora sabía que, si quería que la verdad saliera a la luz, debía actuar rápido.

Mientras trataba de calmar su respiración, una voz interna le susurraba que debía rendirse, que su vida no valía el sacrificio. Patricia estaba muerta, y aunque doliera admitirlo, exponer la verdad no la traería de regreso. Pero Hernán sabía que dejar aquel caso atrás significaría traicionar su memoria y, sobre todo, su propio sentido de justicia. Patricia había sido una mujer atrapada en un círculo de abuso y manipulación, y su única esperanza era que alguien se atreviera a desafiar a los monstruos que la habían destruido.

Con esfuerzo, se incorporó y se dirigió hacia su computadora. Sabía que la policía no haría nada con la evidencia que tenía; muchos de los nombres que había en esos documentos estaban directamente vinculados con personas de poder, incluyendo a figuras dentro del mismo cuerpo policial. Hernán necesitaba a alguien fuera del sistema, alguien que no tuviera miedo de enfrentarse a los poderosos. Recordó a un periodista conocido por investigar casos de corrupción, alguien que había ganado su reputación enfrentando a empresarios y políticos sin miedo a las represalias.

Marcó el número, y al tercer tono, la voz del periodista respondió con un tono de curiosidad.

—Necesito tu ayuda —dijo Hernán, sin rodeos—. Lo que tengo podría hundir a una de las familias más poderosas del país. Tengo pruebas de corrupción, tráfico de personas y abuso de poder en la familia Sáenz.

El periodista guardó silencio un momento, y luego, con voz baja, preguntó:

¿Estás seguro de lo que dices? Porque, si es cierto, no será fácil. Los Sáenz no son gente que se rinda sin pelear.

Hernán asintió, aunque sabía que el periodista no podía verlo. Tenía claro el riesgo, y aún así, había decidido seguir adelante.

-Perder. Solo necesito que veas lo que tengo. No puedo confiar en nadie más.

Acordaron versos en un bar discreto a las afueras de la ciudad, donde Hernán podría mostrarle la evidencia sin llamar la atención. Sin embargo, cuando llegó el momento de salir, sintió una punzada de miedo. Sabía que estaba jugando con fuego, y que Luciano no se detendría hasta proteger sus secretos. Pero si él no hacía nada, la historia de Patricia se perdería en el olvido, y la red de abuso y corrupción seguiría creciendo en la sombra.

Mientras manejaba hacia el bar, el dolor de sus costillas era una constante que lo mantenía en alerta, recordándole lo que estaba en juego. Al llegar, se dirigió a una mesa en el fondo, donde el periodista ya lo esperaba. La mirada del hombre era fría y calculadora, pero Hernán notó un atisbo de interés, una chispa de ambición que le dio esperanza.

Sacó el USB y lo colocó sobre la mesa, empujándolo hacia el periodista.

—Todo lo que necesitas saber está ahí —dijo, con voz tensa—. Lo que le hicieron a Patricia… y lo que han estado ocultando durante años.

El periodista tomó el dispositivo y lo guardó en su bolso sin decir una palabra. Luego, lo miró con una mezcla de respeto y cautela.

—No voy a mentirte, Hernán. Esto es peligroso. Si seguimos adelante, nos enfrentaremos a enemigos muy poderosos. ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?

Hernán ascendió, aunque en el fondo sentía que cada paso que daba lo acercaba a un abismo del que quizás no habría retorno. Sabía que la red de Luciano era vasta, que alcanzaba lugares oscuros y que el poder que había acumulado a lo largo de los años no desaparecería con facilidad. Pero en su mente, la imagen de Patricia, sola y traicionada, era suficiente para hacer que su determinación superara el miedo.

Antes de levantarse, el periodista le dio una última advertencia.

—Esto no terminará aquí, Hernán. Los Sáenz no van a dejar que destruyas su imperio sin pelear. Si seguimos adelante, tienes que estar listo para enfrentar las consecuencias. —El periodista se inclinó hacia él, susurrando—. Asegúrate de no estar solo. Esto va a ser mucho más grande de lo que imaginas.

Hernán lo miró fijamente, comprendiendo el peso de aquellas palabras. Sabía que, aunque estaban unidos en su lucha por la verdad, al final, era su propia decisión la que lo había puesto en este camino. Se despidieron y se marcharon del bar, sintiendo la carga de su elección en cada paso.

Cuando regresó a su apartamento, la realidad de sus heridas y del peligro que enfrentaba lo golpeaba con fuerza. Sabía que el periodista era su última esperanza, pero también entendía que su vida nunca volvería a ser la misma. Había cruzado una línea, y con cada paso que daba, se adentraba más en un mundo que no le ofrecía garantías ni redención.

Esa noche, antes de apagar la luz, Hernán miró su reflejo en el espejo, observando el rostro cansado y las cicatrices recientes que ahora formaban parte de su vida. Sabía que podía perderlo todo, pero había tomado una decisión, y estaba dispuesto a enfrentar las consecuencias, porque, para él, la verdad era el último refugio, la única forma de hacer justicia por Patricia.



Capítulo 7

La trampa



    La noche era densa y sin estrellas mientras Hernán y el periodista avanzaban hacia el lugar acordado: una vieja fábrica abandonada en las afueras de la ciudad. Era el sitio donde Luciano había convocado a su círculo de aliados más cercanos, bajo la apariencia de una simple “reunión social”. Sin embargo, tanto Hernán como el periodista sabían que esas reuniones servían como fachada para ocultar tratos oscuros y fortalecer el control de Luciano sobre su red de poder.

Ambos sabían que la presencia de ellos allí era una amenaza directa para Luciano, y que ser descubiertos podía tener consecuencias fatales. Se movían con precaución, mezclándose con el ambiente sin llamar la atención. Hernán había logrado conseguir un pase falso gracias a un contacto anónimo, y el periodista se había infiltrado como uno de los “asistentes de servicio”, ambos desempeñando sus papeles con absoluta discreción.

La fábrica estaba iluminada solo por las luces tenues de los pasillos y algunas lámparas en la entrada, lo que creaba una atmósfera ominosa y fría. La música y las conversaciones se escuchaban a lo lejos, reverberando en el vasto espacio vacío. Hernán sintió cómo el pulso le latía en las sienes mientras avanzaba, observando con atención cada rincón, esperando descubrir algo que pudiera ayudar a desmantelar el imperio de Luciano.

Se detuvo en una esquina y escaneó la multitud. Las figuras que se movían a su alrededor parecían personajes de una obra teatral retorcida: hombres y mujeres de apariencia respetable que, tras sus trajes caros y expresiones amables, ocultaban secretos oscuros. De vez en cuando, notaba a alguien lanzando una mirada vigilante, casi como si estuvieran advirtiéndoles que no eran bienvenidos. Sabía que el riesgo de ser descubiertos aumentaba con cada segundo que permanecían allí.

Mientras el periodista se dirigía a la zona de las oficinas en busca de documentos, Hernán se mantuvo cerca del grupo de invitados, escuchando fragmentos de conversaciones que dejaban entrever los negocios turbios de Luciano y sus aliados. Justo cuando comenzaba a relajarse, sintió una presencia inquietante a su espalda. Al darse vuelta, se encontró frente a frente con Martín, el guardaespaldas de Luciano, quien lo miraba con una sonrisa siniestra.

—Vaya, vaya, mira quién se ha colado —dijo Martín, con una voz que apenas disimulaba su desprecio—. ¿De verdad pensaste que podías venir aquí sin que nos diéramos cuenta?

Hernán intentó mantener la calma, pero su cuerpo entero estaba en tensión, y cada fibra de su ser le gritaba que huyera. Martín se acercó más, sus ojos fijos en él con una intensidad aterradora.

—Supongo que sabes lo que le pasa a los que se meten donde no deben, ¿verdad? —susurró Martín, en un tono que congeló la sangre de Hernán.

Antes de que pudiera reaccionar, Martín lo empujó hacia un pasillo oscuro, lejos de las miradas de los otros asistentes. Hernán apenas tuvo tiempo de procesar el golpe que siguió. Martín lo lanzó contra la pared con una fuerza que le dejó sin aire, y antes de que pudiera recomponerse, sintió otro golpe en el estómago, que lo dejó tambaleándose.

—Esta es tu última advertencia —dijo Martín, en voz baja pero firme—. Si sigues adelante, será lo último que hagas.

Martín lo dejó caer al suelo y se alejó, dejándolo allí, con el cuerpo adolorido y la respiración entrecortada. Pero, a pesar del dolor, Hernán sintió una ola de determinación renovada. Sabía que aquel ataque era una señal de que estaba cerca de la verdad, y que Luciano y sus hombres estaban comenzando a sentir la presión de su investigación.

Apenas unos segundos después, el periodista apareció junto a él, con la cara llena de preocupación. Ayudó a Hernán a ponerse en pie, lanzando miradas nerviosas hacia los pasillos.

—Tenemos que salir de aquí antes de que vuelva —dijo el periodista, su voz un susurro urgente—. Encontré algo, pero no es seguro revisarlo aquí. Necesitamos un lugar donde podamos ver esto con calma.

Hernán asintió, a pesar del dolor que sentía en cada costilla. Sabía que su tiempo en aquel lugar estaba agotado. Se alejaron lo más rápido posible, ocultándose entre las sombras mientras se dirigían a la salida. Cuando finalmente salieron al aire libre, la sensación de peligro aún no los había abandonado. Hernán sabía que, aunque habían logrado escapar, la red de Luciano estaba atenta a cada uno de sus movimientos, y que la amenaza de Martín era solo una advertencia de lo que estaba por venir.

De regreso al apartamento del periodista, se sentaron frente a la computadora y conectaron el USB. Hernán observar cómo las imágenes y documentos aparecían en la pantalla, revelando transacciones de negocios ilícitos y tratos secretos que involucraban a figuras públicas y altos funcionarios. Uno de los videos mostraba a Luciano en una reunión privada, discutiendo abiertamente sobre sus “inversiones” y sobre cómo manipular a los medios para mantener su imagen limpia.

El periodista miró a Hernán con una expresión grave.

—Esto… esto es mucho más grande de lo que imaginaba. Si publicamos esto, estamos poniendo nuestras cabezas en juego.

Hernán lo sabía, pero también sabía que no podía detenerse. Había llegado demasiado lejos como para dar marcha atrás ahora. Patricia, su vida y su sufrimiento, merecían justicia, y él estaba dispuesto a arriesgarlo todo por exponer la verdad.

Sin embargo, ambos entendían que Luciano no iba a quedarse de brazos cruzados. Aquella noche, mientras revisaban cada archivo y video, sintieron una sombra oscura sobre ellos, una amenaza latente que podía desmoronarse sobre sus cabezas en cualquier momento. Sabían que, a partir de aquel instante, no habría vuelta atrás y que sus vidas habían cambiado para siempre. La lucha que habían emprendido los había convertido en enemigos de un sistema corrupto, y la única salida era seguir adelante, a pesar de las consecuencias.



Capítulo 8

 Descenso a la oscuridad



    Las horas transcurrían lentas y tensas en el pequeño apartamento del periodista, donde Hernán y él se habían refugiado tras su arriesgado intento de infiltración. La luz del amanecer apenas comenzaba a colarse por las cortinas, pero ninguno de los dos había logrado dormir. Sabían que, con cada minuto que pasaba, la posibilidad de ser encontrados aumentaba.

Hernán miró el USB sobre la mesa como si fuera una carga que apenas podía sostener. Sabía que aquel dispositivo contenía el potencial para destruir el imperio de Luciano, pero también era un imán para el peligro. La paliza que Martín le había dado era solo el comienzo; No tenía dudas de que Luciano y sus hombres harían todo lo necesario para proteger sus secretos, incluso si eso significaba deshacerse de ellos.

—No nos queda mucho tiempo —dijo el periodista, rompiendo el silencio—. Martín debe haber notificado a Luciano lo que sucedió anoche. Si quieren evitar que publiquemos esto, vendrán a por nosotros.

Hernán asintió, sintiendo cómo la ansiedad crecía dentro de él. Sabía que el periodista tenía razón. El tiempo era su enemigo, y cualquier paso en falso podría costarles la vida. Sin embargo, sentía una necesidad de justicia que no podía ignorar. Patricia y su historia merecían ser conocidas, y él no iba a detenerse ahora.

De repente, el sonido de un golpe en la puerta los hizo sobresaltarse. Ambos se miraron en silencio, sus cuerpos en tensión. Hernán mantuvo su respiración mientras el periodista se acercaba a la puerta, mirando por la mirada con cautela. Después de unos segundos, regresó con una expresión de alivio mezclada con preocupación.

—Es Marta —susurró.

Hernán sintió una mezcla de sorpresa y sospecha. Marta había sido la persona que lo había puesto en este camino peligroso, pero ahora, no podía estar seguro de sus intenciones. Aun así, avanzando, y el periodista abrió la puerta.

Marta entró rápidamente, cerrando la puerta tras de sí. Su rostro estaba pálido, y en sus ojos había una mezcla de temor y determinación.

—No tengo mucho tiempo —dijo, sin preámbulos—. Luciano sabe lo que están haciendo, y está dispuesto a cualquier cosa para protegerse. Lo que descubrimos es solo una parte de su red. Hay mucho más, y si él sospecha que ustedes pueden llegar hasta ahí, no se detendrá.

Hernán la miró fijamente, intentando evaluar hasta qué punto podía confiar en ella.

—¿Por qué nos ayudas, Marta? —preguntó—. Sabes que esto te pone en riesgo a ti también.

Marta suspir, desviando la mirada por un instante.

—Patricia… ella era como una hija para mí —respondió, su voz temblando ligeramente—. No puedo quedarme de brazos cruzados mientras su nombre está enterrado junto a las mentiras de Luciano. Ella merecía algo mejor. Y ustedes son los únicos que pueden sacarlo a la luz.

Sacó de su bolso un segundo USB y se lo entregó a Hernán. Su mano temblaba levemente mientras lo hacía.

—Aquí hay más pruebas. Documentos financieros, registros de sus “fiestas”, nombres de personas que no pueden permitirse ver sus nombres en un escándalo como este. Ustedes tienen que hacer público todo esto, o Luciano se saldrá con la suya una vez más.

Hernán tomó el dispositivo, sintiendo el peso simbólico de aquella información. Sabía que la vida de Marta también estaba en juego, y su valentía al ayudarle solo aumentaba su determinación de ver esto hasta el final.

Antes de que pudiera decir algo más, el sonido de sirenas en la calle los hizo detenerse. Las luces rojas y azules parpadearon por la ventana, y los tres intercambiaron miradas de pánico.

—Tienen que salir de aquí —dijo Marta, en voz baja pero urgente—. Luciano ha puesto a la policía bajo su control. No estaremos aquí para ayudarte.

El periodista ascendió, y rápidamente comenzó a recoger sus cosas. Sabían que el tiempo se agotaba y que la única forma de salir de allí era escabulléndose antes de que fuera demasiado tarde. Se movieron en silencio, con el corazón latiendo a toda prisa.

Salieron por la puerta trasera, cruzando el estrecho pasillo que conectaba el edificio con la calle lateral. Desde allí, se deslizaron entre las sombras, intentando evitar cualquier contacto con las patrullas que parecían estar vigilando cada esquina. Hernán podía sentir cómo cada paso lo acercaba más al abismo, pero también sentía una energía renovada. El compromiso de Marta le había recordado que no estaba solo, que había otros dispuestos a luchar por la verdad.

Cuando finalmente lograron alejarse del edificio, se refugiaron en una cafetería vacía al otro lado de la ciudad. Allí, en una pequeña mesa en la esquina, conectó el USB de Marta a la computadora del periodista y comenzó a examinar los documentos. Con cada archivo que abrían, el horror y la magnitud de los crímenes de Luciano se hacían más evidentes. Los nombres, las cifras, las transacciones… todo indicaba una red de corrupción y abuso que había estado operando en las sombras durante décadas.

El periodista se inclinó hacia la pantalla, con el rostro marcado por la incredulidad.

—Esto… esto es peor de lo que imaginaba. Si logramos publicar esto, no solo destruiremos a Luciano, sino que muchas otras personas caerán con él. Esto es un sistema entero que depende de su silencio.

Hernán ascendió, con el rostro sombrío. Sabía que tenían una oportunidad única, pero también entendía que Luciano no los dejaría salir de esta fácilmente. Miró al periodista y luego a Marta, quien seguía con ellos, y sintió una oleada de gratitud hacia ambos. Juntos, habían llegado más lejos de lo que cualquiera hubiera imaginado.

Sin embargo, un pensamiento oscuro se apoderó de él: si Luciano ya los había localizado una vez, podría volver a hacerlo. La paranoia comenzó a asentarse en su mente, haciéndole cuestionar cada movimiento y cada palabra de quienes lo rodeaban.

Mientras planeaban sus próximos pasos, Hernán miró a Marta con una expresión de preocupación.

—Si seguimos adelante, tú también estarás en peligro. Luciano no perdona, y ya lo sabes. No quiero arriesgarte a ti también.

Marta lo miró con una determinación que borró cualquier rastro de duda.

—Ya estoy en peligro, Hernán. Todos lo estamos. Pero esta es nuestra única oportunidad. Patricia… ella merece justicia. Y si hay algo que puedo hacer para ayudar, lo haré.

Hernán asintió, sintiendo cómo la oscuridad se cernía sobre ellos, pero también percibiendo un rayo de esperanza. Sabía que el camino que habían elegido no sería fácil, y que las amenazas y el peligro serían una constante. Pero ahora, junto a Marta y el periodista, estaba dispuesto a descender hasta las profundidades de aquella red de corrupción y exponer a cada persona involucrada.

La verdad, pensó Hernán, era su única arma. Y, aunque era frágil y peligrosa, estaba decidido a usarla hasta el final.


Capítulo 9

 Entre la traición y la redención

    Las calles estaban desiertas cuando Hernán y el periodista encontraron un refugio temporal en un hostal modesto y casi olvidado en una zona poco transitada de la ciudad. La noche avanzaba con una calma inquietante, y ambos sabían que cualquier paso en falso podría llevarlos a una emboscada. Hernán sintió cómo la adrenalina que lo había mantenido alerta empezaba a desvanecerse, dejando tras de sí una sensación de cansancio y desconfianza que le pesaba como una pérdida.

Mientras revisaban el material obtenido en la computadora del periodista, Hernán comenzó a notar algo extraño en su compañero. Parecía estar en constante tensión, lanzando miradas cautelosas hacia Hernán, como si ocultara algo. Por momentos, el periodista evitaba el contacto visual, sus manos temblaban levemente cuando hablaba y su respiración era irregular. Hernán comenzó a preguntarse si él también había caído en el juego de Luciano.

—Todo bien? —preguntó Hernán, intentando romper el silencio.

El periodista levantó la vista, algo sorprendido, y le dedicó una sonrisa forzada.

—Sí, claro. Es solo que… estamos muy cerca, ¿sabes? Todo esto es… es mucho más grande de lo que imaginaba.

Hernán asintió, pero su intuición le decía que había algo más. La manera en que el periodista observaba los documentos, su actitud cada vez más evasiva y su extraña inquietud lo hacían sospechar. La paranoia comenzaba a apoderarse de él, y se preguntaba si realmente podía confiar en alguien en este punto.

Mientras continuaban examinando el contenido, Hernán sintió la necesidad de confrontarlo. Su mente repasaba cada detalle, cada conversación entre ellos, buscando indicios de traición, de una conexión que pudiera vincular al periodista con el círculo de Luciano. Sabía que el riesgo de exponerse era alto, pero también sabía que sin la lealtad de su compañero, estaba completamente perdida.

Finalmente, Hernán se armó de valor y miró al periodista a los ojos.

—¿Qué está pasando, Sergio? —preguntó, su voz cargada de tensión—. Me estás ocultando algo, ¿verdad?

El periodista, sorprendido, lo miró con una mezcla de incredulidad y culpa en los ojos. Al principio, intentó negarlo, pero al ver la expresión decidida de Hernán, finalmente susspiró y bajó la mirada.

—Sí, hay algo que debes saber… —dijo en voz baja, con una mezcla de arrepentimiento y determinación—. No siempre he sido quien tú piensas, Hernán. Al principio, acepté este trabajo porque era una oportunidad de exponer una historia que cambiaría mi carrera. Pero, en el fondo, también estaba cumpliendo con un encargo del círculo de Luciano.

Hernán sintió cómo un nudo se formaba en su estómago. Cada palabra del periodista confirmaba sus temores más oscuros. Durante todo ese tiempo, Sergio había estado jugando un doble papel, y ahora la traición le golpeaba con toda su crudeza.

—Así que solo me has estado usando? —preguntó Hernán, con voz fría y llena de amargura.

El periodista negó con la cabeza, levantando la vista con desesperación.

—No, no es así. Al principio, sí. Me contrataron para seguirte de cerca y averiguar hasta dónde habías llegado. Pero después… después de ver lo que descubriste, de ver cómo te arriesgabas por Patricia, todo cambió. No podía seguir traicionándote. Y aunque ahora sabes la verdad, quiero ayudarte. Quiero redimirme, aunque sé que quizás ya no confies en mí.

Hernán lo miró en silencio, luchando entre la ira y el desconcierto. Sabía que la traición era algo que no podía perdonar fácilmente, pero también entendía que Sergio, en algún punto, había tomado el riesgo de romper su lealtad con el círculo de Luciano. A pesar del dolor, había una parte de él que quería creer en su arrepentimiento, en su deseo de hacer lo correcto.

— ¿Cómo sé que no sigues trabajando para ellos? —preguntó Hernán, con voz quebrada.

Sergio respiró hondo, mirando a Hernán con una expresión de vulnerabilidad que nunca antes le había visto.

—Porque ahora estoy tan en peligro como tú. Al elegir ayudarte, él renuncia a la protección de Luciano. Me he convertido en un enemigo para ellos, y lo sabes. Estoy arriesgando mi vida, y no puedo volver atrás. Esta es mi única oportunidad de redención, Hernán, y no la voy a desperdiciar.

Hernán lo observó durante un largo momento, intentando descifrar si sus palabras eran sinceras. Sabía que las acciones de Sergio parecían coherentes con su deseo de ayudar, pero la duda seguía allí, incrustada como una espina en su mente. Sin embargo, la urgencia de la situación no le daba tiempo para cuestionarse demasiado. Sabía que, por el momento, no tenía otra opción que seguir adelante y confiar, aunque fuera con reservas.

Justo en ese momento, ambos teléfonos vibraron al mismo tiempo. Al ver los mensajes, sus rostros palidecieron: eran advertencias de Luciano. Sabía dónde estaban y había enviado a su gente tras ellos. La trampa estaba puesta, y tenían poco tiempo para escapar.

Sin decir una palabra, reconocieron sus cosas y abandonaron el hostal, moviéndose con rapidez a través de las calles vacías. Sabían que la única forma de salir de esta era mantenerse en movimiento, sin dejar rastros. Hernán sintió cómo cada paso los acercaba al peligro, pero también sintió una extraña calma. Había tomado su decisión, y estaba dispuesto a enfrentar cualquier cosa para lograr que la verdad saliera a la luz.

Mientras se alejaba, Sergio rompió el silencio.

—Quiero que sepas que, pase lo que pase, lamento haberte traicionado, Hernán. Y haré lo que sea necesario para ganarme tu confianza, aunque eso me cueste la vida.

Hernán avanzando, sintiendo que, a pesar de todo, había algo genuino en sus palabras. Tal vez la redención era posible, incluso para alguien que había comenzado como su enemigo. Con una última mirada de determinación, continuaron avanzando hacia su próxima parada, conscientes de que la única forma de ganar esta batalla era juntos, aunque el camino estuviera plagado de sombras.


Capítulo 10

 La Parca en la trampa



    La noche era fría y oscura cuando Hernán y Sergio llegaron al estacionamiento abandonado en las afueras de la ciudad. El aire estaba cargado de nerviosismo, y ambos sabían que, si su plan fallaba, las consecuencias serían letales. Habían logrado atraer a Martín, la mano derecha de Luciano, al lugar, haciéndoles creer que tenían información valiosa para negociar. Pero lo que en realidad querían era atraparlo.

Hernán había pasado las últimas horas en silencio, repasando cada detalle del plan. Sabía que Martín, apodado “La Parca”, no dudaba en usar la violencia y que era leal a Luciano hasta la muerte. Esto hacía que la situación fuera aún más peligrosa. Martín era su única oportunidad de llegar hasta Luciano y obtener una confesión directa de sus crímenes. Sin embargo, también era un hombre peligroso y astuto, lo cual significaba que cualquier error podría costarles la vida.

Mientras esperaban en el nivel superior del estacionamiento, Hernán miró a Sergio y vio la tensión en sus ojos. Sabía que Sergio estaba jugándose todo; cualquier vacilación podría exponerlos, y en esta situación, la duda era su peor enemigo.

Finalmente, los faros de un coche se encendieron en la entrada del estacionamiento. Hernán sintió cómo su corazón comenzaba a latir con fuerza. La silueta de Martín se dibujó en el asiento del conductor, y, como habían previsto, estaba acompañada por dos de sus hombres, todos armados y en actitud alerta.

—Recuerda lo que hablamos —murmuró Hernán, en un intento de tranquilizarse a sí mismo ya Sergio—. Solo tenemos una oportunidad.

Ambos se escondieron detrás de una columna, esperando el momento adecuado. El plan era simple en teoría, pero ejecutarlo en presencia de un hombre como Martín lo convertía en una apuesta desesperada. Sabían que la única forma de capturarlo sería provocando que bajara la guardia, haciéndole creer que realmente iban a entregarle la información. Lo que Martín no sabía es que la policía estaba apostada en las plantas superiores, esperando la señal para intervenir.

Martín salió del coche con una calma que intimidaba, mientras sus hombres se quedaban vigilando desde el vehículo. Caminó hacia el centro del estacionamiento, observando cada rincón en busca de cualquier señal de peligro.

— ¿Dónde están? —preguntó con voz autoritaria, que resonaba en el vacío del lugar.

Hernán salió de su escondite, tratando de controlar el temblor en sus manos. Dio un par de pasos hacia Martín, manteniendo una distancia prudente.

—Estamos aquí, Martín —dijo con firmeza—. Y tenemos lo que Luciano necesita. Pero no será gratis.

Martín dejó escapar una sonrisa burlona, ​​sus ojos brillaban con malicia.

— ¿De verdad crees que puedes negociar conmigo? —dijo, avanzando hacia él con pasos calculados—. Tú no estás en posición de pedir nada, Hernán.

En ese momento, Sergio también salió de las sombras, colocándose al lado de Hernán. Martín los observará con una mezcla de desprecio y diversión.

—Parece que les gusta jugar con fuego —comentó, mientras hacía un gesto a uno de sus hombres para que avanzara.

El hombre caminó hacia ellos, con una pistola en la mano, apuntando directamente al pecho de Hernán. Hernán mantuvo la calma, confiando en que la policía intervendría en cualquier momento.

—Lo que tenemos —dijo Hernán, alzando la voz— es suficiente para arruinar a Luciano ya todos sus cómplices. Pero si algo nos pasa, ya hemos hecho copias de todo y están listas para ser enviadas a los medios. Tú decides si prefieres negociar o arriesgarte a ver cómo se desploma el imperio de Luciano.

Martín los observó en silencio, sopesando las palabras de Hernán. Sabía que Hernán no mentía; era su última carta, y estaba dispuesto a jugarla hasta el final.

—¿Y qué quieres un cambio? —preguntó finalmente, sin bajar el arma.

Hernán intercambió una rápida mirada con Sergio antes de responder.

—Queremos que nos lleves hasta Luciano. Queremos escucharlo confesar, y tú serás nuestro pase para lograrlo.

La sonrisa de Martín se desvaneció, reemplazada por una expresión de frialdad.

—No sabes con quién estás jugando, Hernán. Nadie le da órdenes a Luciano, y mucho menos alguien como tú.

Fue entonces cuando Hernán hizo la señal de que la policía estaba esperando. En cuestión de segundos, las luces del estacionamiento se apagaron, y el sonido de las botas de los agentes descendiendo las escaleras llenaron el espacio. Los hombres de Martín reaccionaron de inmediato, disparando hacia las sombras en un intento desesperado por proteger a su jefe. Hernán y Sergio se tiraron al suelo, cubriendo detrás de una columna mientras el caos se desataba a su alrededor.

La policía intervino rápidamente, rodeando a Martín y sus hombres. A pesar de su resistencia, los guardias de Martín fueron superados en cuestión de minutos, y pronto, los gritos de rendición llenaron el aire. Martín, sin embargo, no estaba dispuesto a ceder. Con una mirada de odio, se abalanzó hacia Hernán, empuñando su arma.

—Crees que puedes acabar con Luciano? —gritó, con una furia descontrolada—. Él te destruirá a ti ya todo el que se interponga.

Pero antes de que pudiera hacer algo más, un agente de la policía lo derribó, esposándolo con una rapidez que sorprendió a Hernán. En cuestión de segundos, Martín estaba en el suelo, con la cara llena de rabia y humillación.

Hernán se acercó a él, sintiendo una mezcla de alivio y triunfo.

—Es el final para ti, Martín. Todo el imperio de Luciano se vendrá abajo, y no hay nada que puedas hacer para impedirlo.

Martín lo miró con desprecio, pero Hernán podía ver el miedo oculto en su mirada. Sabía que, por primera vez, el poder de Luciano había sido desafiado de manera efectiva. Mientras la policía se llevaba a Martín ya sus hombres, Hernán y Sergio se miraron, conscientes de que habían superado el primer gran obstáculo.

Sabían que aquello no significaba el fin de la lucha, pero sí era un paso crucial para exponer la verdad y llevar a Luciano ante la justicia. Mientras abandonaban el estacionamiento, sintieron que, por primera vez, tenían una verdadera posibilidad de ganar esta batalla.


Capítulo 11

La caída del imperio



    El eco de los pasos de Hernán resonaba en el vestíbulo del edificio gubernamental mientras se dirigía a la sala de conferencias donde se encontraba Luciano. La captura de Martín y las pruebas acumuladas por la policía ya estaban surtiendo efecto: la prensa, los altos mandos y el equipo legal se preparaban para un anuncio público. Pero Hernán sabía que Luciano aún tenía cartas bajo la manga. Un hombre como él no caería sin pelear.

La tensión en la sala era palpable. Luciano estaba sentado frente a él, su figura aún imponente, aunque sus ojos reflejaban la sombra de una furia contenida. Lo escoltaban dos agentes, pero su mirada seguía siendo la de un hombre acostumbrado a tener el control.

—¿Qué crees que lograrás con esto, Hernán? —dijo Luciano en un tono calculado, mientras esbozaba una leve sonrisa—. El mundo no cambia solo porque tú quieras. Siempre habrá alguien como yo… y, al final, solo habrás arruinado tu vida y la de Patricia por nada.

Hernán lo miró sin pestañear, dejando que su silencio hablara. Luego deslizó una carpeta sobre la mesa, donde estaban los documentos que probaban la red de tráfico de mujeres, corrupción y abusos en la que Luciano había estado involucrado durante décadas. Cada hoja, cada foto y cada grabación era una pieza que lo condenaba.

Luciano examinó las pruebas, su rostro inmutable.

—Medio millón de euros, Hernán. Tómalo, y desapareceré de tu vida para siempre. Puedes dejar todo esto atrás. Patricia… ya no va a volver.

Hernán apretó los puños, conteniendo la rabia. No se trata de dinero. Se trata de justicia.

—Así que esto es todo para ti? —replicó Hernán, su voz controlada, pero llena de desprecio—. ¿Todo el dolor que le causaste a Patricia no significa nada? Ella no era una mercancía. Y yo no pienso desaparecer.

Luciano suspiró, como si la conversación le resultara tediosa. Luego, con un tono más oscuro, dijo:

—Ella era solo una pieza. Y tú eres tan ingenuo como lo fue ella.

De repente, sonó el teléfono de uno de los agentes, interrumpiendo la conversación. Era una llamada urgente desde la comisaría: acababan de confirmar que Luciano había intentado usar sus últimos contactos para silenciar a varios reporteros que estaban a punto de publicar artículos sobre su red. El poder de Luciano estaba comenzando a colapsar, y Hernán podía ver la grieta en su fachada de control.


Mientras tanto, en el hospital, Sergio yacía en una cama, recuperándose de la herida que Martín le había dejado. A pesar del dolor físico, sentí una extraña paz. Había arriesgado su vida y su reputación, pero había ayudado a exponer a un monstruo, y eso le daba algo de consuelo. Sabía que, aunque nunca podría borrar su pasado con el círculo, había tomado la decisión correcta al final.

La policía a cargo de su vigilancia le entregó un sobre. Dentro había un mensaje breve y claro: “Luciano está intentando desviar la atención. Quiere usar sus contactos en el extranjero para desaparecer. Pero la verdad ya está fuera”. Sergio suena levemente, sintiendo que la justicia estaba al fin de su lado.


De vuelta en la sala de conferencias, Hernán y Luciano seguían enfrentándose con miradas cargadas de desprecio y desafío. La conversación se interrumpió cuando el jefe de policía entró en la sala, acompañado por un grupo de reporteros y cámaras.

—Luciano Sáenz —anunció el jefe de policía—, está arrestado bajo cargos de corrupción, tráfico de personas y complicidad en varios crímenes graves. Cualquier intento de usar su influencia o recursos para evitar la justicia será investigado a fondo.

La noticia fue recibida con una mezcla de alivio y escepticismo por la prensa. Luciano, imperturbable, mantuvo su mirada fija en Hernán, una última advertencia en sus ojos.

—Crees que esto termina aquí? —dijo, mientras los agentes lo esposaban—. Siempre habrá otro como yo. Y nunca podrás vivir en paz.

Hernán lo miró por última vez, sintiendo una mezcla de alivio y tristeza. Había obtenido justicia, pero sabía que el precio había sido alto. Patricia se había ido, y aunque él había cumplido su promesa, las cicatrices emocionales perdurarían. Pero al menos ahora, el mundo conocería la verdad.

Mientras Hernán se alejaba de la sala, recibió una llamada de Sergio, quien, aun en el hospital, le pidió que fuera a verlo. Su voz sonaba débil pero determinada.

—Tenemos que hablar… sobre lo que pasará ahora —dijo Sergio, dejando entrever que, a pesar de la caída de Luciano, aún quedaban amenazas ocultas, y que el círculo de poder probablemente no había terminado del todo.


Capítulo 12

 La última página


    El ruido de la ciudad era una sinfonía lejana desde el pequeño apartamento en el norte donde Hernán había decidido establecerse. Era un lugar modesto, rodeado de montañas y calles tranquilas, muy lejos del bullicio y la oscuridad que habían dominado su vida en los últimos meses. La paz de ese entorno lo ayudó a encontrar un nuevo ritmo, uno que necesitaba urgentemente tras los eventos que lo habían marcado de por vida.

A su lado, en el escritorio, había un cuaderno abierto y un bolígrafo. Las palabras fluían a medida que escribía, como si finalmente pudiera ordenar sus pensamientos y procesar la marea de emociones que lo había abrumado. Escribir era su forma de rendir homenaje a Patricia y de darle sentido a todo lo que había vivido.

“La amistad, cuando es verdadera, es un ancla que ni el tiempo ni el dolor pueden romper” —escribió, recordando su relación con Patricia. Durante años había sido su confidente, su apoyo incondicional. A pesar de que nunca fue correspondido en el amor, su vínculo con ella siempre había sido profundo y auténtico. Patricia había sido una mujer atrapada en una vida que no eligió, y él, ciego a su sufrimiento hasta que fue demasiado tarde. Esa culpa lo había llevado hasta el límite, pero también lo había hecho más fuerte.

Se detuvo por un momento, mirando por la ventana, donde la luz del atardecer iluminaba suavemente las montañas. Sentía una mezcla de alivio y dolor al recordar a Patricia, pero también un profundo respeto por la verdad que había logrado sacar a la luz.

“Defender la verdad es el acto más puro de justicia que uno puede hacer” —escribió de nuevo—. “Enfrentarse a tiranos, incluso sabiendo que las probabilidades están en tu contra, es una prueba de carácter. La verdad duele, es incómoda y, a veces, se paga con un precio muy alto. Pero, cuando sabes que la causa es justa, no queda otra opción que defenderla”.

Hernán sabía que el círculo de corrupción había dejado cicatrices profundas. Luciano y Martín habían sido capturados, y el sistema que había protegido sus atrocidades durante años comenzaba a derrumbarse. Pero, en el fondo, sabía que el poder no desaparece, solo cambia de manos. Siempre habría otros dispuestos a hacer lo mismo que Luciano, y nuevos rostros llenarían los vacíos que él y sus cómplices habían dejado. El círculo de poder no había muerto por completo; solo se escondía en las sombras, esperando el momento adecuado para reaparecer.

“La lucha contra el poder injusto es interminable” —escribió—. “Pero aunque no podamos erradicarlo por completo, cada pequeña victoria cuenta, y cada verdad expuesta debilita sus cimientos.”

Las palabras continuaban fluyendo, y con ellas, Hernán sintió una paz renovada. Había perdido mucho en el proceso, pero también había ganado algo invaluable: una fortaleza que no sabía que tenía. Había enfrentado sus miedos, su culpa y su rabia, y había aprendido a luchar por algo más grande que él mismo.

Sergio, por su parte, había decidido desaparecer por un tiempo. Después de publicar la historia que desmantelaba al círculo, el periodista había optado por alejarse de todo y tomar un nuevo rumbo en Estados Unidos. Ambos sabían que la batalla había llegado a su fin, y aunque su amistad había estado marcada por tensiones y secretos, se habían unido en el momento que más lo necesitaban.

Hernán terminó su reflexión, escribiendo las últimas palabras en el cuaderno.

“La justicia no siempre llega para quien la merece. Pero cuando llega, deja una marca. Y esa marca es lo que nos permite seguir adelante, sabiendo que no hemos dejado a nuestros seres queridos en el olvido.”

Cerró el cuaderno y sintió una paz que no había sentido en mucho tiempo. La historia de Patricia, de Luciano, y de todo lo que había enfrentado quedaría plasmada en esas páginas. Era su forma de rendir homenaje, de dejar un legado que nadie podría borrar. Aunque el círculo permaneciera en las sombras, la verdad estaba allí, grabada en cada palabra que había escrito.

Se levantó y caminó hacia la ventana, respirando profundamente el aire fresco de la montaña. Sabía que la vida continuaba y qué nuevas luchas lo esperarían, pero ahora estaba listo para enfrentarlas. Había cerrado un capítulo, y con él, había logrado encontrar una parte de sí mismo que creía perdida.

La historia de Patricia estaba completa, y aunque el mundo no cambiaría de la noche a la mañana, Hernán sabía que había hecho lo correcto. Había cumplido su promesa.



FIN

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