Un Viajero en extincion
Me desperté con la luz del alba filtrándose a través de una bruma espesa. El aire era denso, como si el mundo mismo contuviera el aliento en anticipación. No llevaba conmigo más que un morral medio vacío y un par de botas gastadas que habían visto demasiados caminos. No sabía adónde iba ni cuánto tiempo había estado caminando. Lo único claro era el peso de una misión que no lograba definir.
Los primeros pasos del día eran rutinarios: un pie delante del otro, respiraciones acompasadas, y un silencio que parecía infinito. Las aves cantaban sobre un paisaje desolado, y el sol comenzaba a trepar por el cielo. A cada paso, el sendero se retorcía como si tuviera vida propia, guiándome hacia un horizonte que nunca parecía más cercano. Sin embargo, cada partícula de polvo que se levantaba bajo mis botas parecía contar una historia, como si el suelo supiera algo que yo no sabía.
El calor del mediodía era sofocante. Sentí la tentación de detenerme, de rendirme al agotamiento que empezaba a invadir mi cuerpo, pero algo en mí se negaba. No era una voz, ni un pensamiento racional, sino una pulsión visceral que me empujaba a seguir. “Avanza”, parecía susurrarme el viento, mientras jugueteaba con mi cabello y levantaba remolinos de arena a mi alrededor.
Caminé hasta que el sol comenzó a descender. Entonces, la noche llegó con la precisión de un ritual sagrado. Las sombras se alargaron y, poco a poco, el mundo fue devorado por la oscuridad. Al principio, el miedo me acompañó como un viejo conocido, pero pronto me di cuenta de que la noche era diferente a como la recordaba. Había una quietud en ella, una intimidad que me invitaba a escuchar.
Fue entonces cuando los vientos comenzaron a hablar. No con palabras, sino con un lenguaje que sólo podía entenderse con el alma. Me contaron de un viajero que había recorrido estos mismos parajes, alguien que buscaba la luz en la oscuridad y que, como yo, nunca encontró un puerto donde descansar. Su historia se sentía familiar, casi como si estuviera viviendo la suya en una espiral infinita de tiempo.
El cielo, ahora lleno de estrellas, era un mapa indescifrable. Me detuve a contemplarlo, esperando una señal que nunca llegó. En su lugar, descubrí algo más valioso: la realización de que no necesitaba un destino para justificar mi viaje. Cada estrella, aunque lejana, parecía decirme lo mismo: “No importa dónde llegues, lo importante es que sigas.”
A medida que avanzaba en la penumbra, sentí que el mundo a mi alrededor se desvanecía. Las formas y los sonidos se diluían, dejando sólo mi respiración y el crujido de mis pasos. La soledad era absoluta, pero no pesada; más bien, era como un abrazo que me sostenía mientras navegaba por lo desconocido.
Con el amanecer llegó una claridad inesperada. La luz no sólo iluminó el paisaje, sino también algo dentro de mí. Comprendí que mi travesía no era hacia un lugar, sino hacia una transformación. No estaba buscando algo fuera de mí, sino dentro. Cada paso que daba era una afirmación de mi existencia, un acto de rebelión contra la desesperanza.
Me detuve al borde de un acantilado. Frente a mí, el horizonte se extendía en un azul desvaído, prometiendo nada y todo al mismo tiempo. El viento soplaba con fuerza, casi como si quisiera empujarme hacia adelante. Cerré los ojos y respiré profundamente. No había llegado a ningún lugar, pero tampoco estaba perdido.
Entendí que el verdadero propósito de mi viaje no era alcanzar un destino, sino aprender a caminar sin miedo, a aceptar la incertidumbre como compañera y la deriva como hogar. La luz que buscaba no estaba en un lugar específico, sino en cada instante de mi andar.
Y así, di un paso más, dejando que el viento decidiera mi dirección. Porque en ese momento, comprendí que la libertad no está en saber adónde vas, sino en abrazar el misterio de no saberlo.
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