LA GRAN VENGANZA

Capítulo 1: El Nacimiento de la Sombra


El sol no brilla, embiste. Golpea las fachadas de los rascacielos como si quisiera arrancarles la memoria a martillazos, incendiando los cristales hasta devolver un resplandor que no alumbra: ciega. Durante un instante, no veo nada salvo mi propio reflejo desdibujado en el vidrio, una silueta que se parece a mí lo justo para incomodarme. En esos ojos vacíos —que deberían ser míos— hay algo más. Algo que no reconozco. O peor aún: algo que finjo no reconocer. Hay una sombra ahí dentro, un murmullo agazapado en el fondo de la mirada, como si alguien estuviera esperando el momento adecuado para usurparme la voz. No es una metáfora. Es un aviso.

Siento el escalofrío con la precisión de una aguja entrando por la nuca. El cuerpo lo registra antes que el pensamiento, como si supiera que esa presencia que me respira tan cerca no es nueva, sino antigua. Antiguamente mía. Me tamborileo los dedos sobre el alféizar de madera —una costumbre aprendida del aburrimiento— hasta que el roce con la cicatriz me detiene. Ahí está: esa ausencia visible donde antes había dos dedos más. Donde solía haber posibilidad, ahora hay memoria. Piel retorcida, carne que no volvió a ser carne. La mutilación es un recuerdo que se niega a cicatrizar del todo. Uno aprende a convivir con el hueco igual que se aprende a dormir con los ojos abiertos. Ocho noches sin sueño. ¿Nueve? No importa. El insomnio tiene esa cualidad: convierte al tiempo en un rumor sin relevancia, como si la vigilia fuera la única forma auténtica de existencia. Dormir es para los que no tienen cuentas pendientes.

Desde lo alto, la ciudad parece una maqueta fabricada por un dios alcohólico. Callejones enredados, edificios idénticos que simulan orden, pero esconden ruina. La gente allá abajo se arrastra como parásitos disfrazados de ejecutivos, hienas con corbata, predadores de corbata fina y sonrisas plastificadas. Los veo reírse, brindar, caminar con esa arrogancia de quien cree que tiene algún tipo de control. Pobres imbéciles. Su tiempo ya no les pertenece. El mío tampoco, pero al menos tengo la decencia de saberlo.

Las voces internas ya no discuten entre sí: cantan. Se han convertido en un coro afinado de resentimiento, afinando cuchillos con mis pensamientos, afilando intenciones con cada recuerdo que me revienta por dentro. No son voces en el sentido clínico, no al estilo de un diagnóstico de manual. Son más bien ecos refinados de todo lo que callé durante demasiado tiempo. Cuatro nombres resuenan con precisión quirúrgica. No necesito repetirlos en voz alta. Están tatuados en la médula, grabados en el ritmo con el que me late el odio. Cuatro hienas que intentaron devorarme en nombre de algo que no supieron sostener. Cuatro errores que pensaron que el silencio era sinónimo de sumisión.

Las memorias no vuelven como escenas: regresan como heridas. Recuerdo risas que no eran humanas, sogas tensándose con la crueldad de lo inevitable, habitaciones que olían a encierro aunque tuvieran ventanas abiertas. No hace falta revivirlo, ya lo revivo sin querer. Las voces —mis voces— no me muestran lo que pasó, sino lo que debepasar. No se trata de revancha. Es mucho más fino que eso. Es una especie de justicia estética, un arte de la destrucción que no busca equilibrio sino redención.

Vuelvo a mirar el reflejo. No soy yo. O mejor dicho: soy lo que queda después de mí. Una construcción minuciosa hecha de restos, de fragmentos mal soldados por años de silencio forzado. Hay algo en mi postura, en el modo en que los labios se tensan, que ya no me pertenece. Quizá nunca me perteneció del todo. Muy pronto, lo sabrán. Ellos. Todos. Porque hay sombras que no nacen de la oscuridad, sino de la luz maldita que las revela.

Capítulo 2: La Danza de las Sombras

El reloj del edificio de enfrente continúa su marcha con la precisión indiferente de una máquina que nunca ha dudado de su propósito. El mío, en cambio, parece haberse rendido. El segundero no avanza: tiembla, duda, intenta un salto ridículo y vuelve al mismo punto, como si estuviera atrapado en una pesadilla circular. Tic. Tic. Tic. Un sonido hueco, monótono, que no debería estar ahí y, sin embargo, se ha instalado en mi cráneo con la terquedad de una promesa no cumplida. No puede estar roto. No lo estaba ayer. Aunque ya ni siquiera estoy seguro de qué fue “ayer”. El concepto se ha diluido como tinta vertida en un vaso de agua turbia. Hoy podría ser una repetición, un error de sistema, una ilusión con pretensiones de continuidad. No sé qué día es. Ni siquiera si estoy despierto o sólo soñando que no puedo despertar.

Mis uñas arañan la madera del alféizar mientras contemplo la ciudad con una mezcla de desconfianza y resignación. La luz del sol cae con la misma brutalidad de siempre, implacable, casi hostil, como si intentara borrar lo que aún queda de humano en este paisaje de concreto y humo. Todo parece idéntico a ayer, o a lo que creo que fue ayer. Pero hay algo. Una alteración mínima, imperceptible, que se cuela antes de cualquier evidencia. Lo siento primero en la espalda, como un presentimiento ancestral que susurra justo antes de que la mente tenga tiempo de construirle un rostro. Y entonces los veo. No todos, no al principio. Solo algunos. Figuras detenidas en medio de la acera, congeladas entre la multitud en movimiento. No parpadean, no gesticulan, no fingen normalidad. Se limitan a observarme. A esperarme.

La garganta se me cierra sin dramatismo, apenas un nudo sutil que exige atención. Trago saliva, giro la cabeza, intento convencerme de que es una ilusión pasajera. Pero la presión en los hombros persiste, como si alguien hubiera colgado sobre mí un abrigo de plomo. Me esfuerzo por ignorarlo, camino hacia el interior del departamento, y ahí es donde ocurre: las sombras en el suelo —tan comunes, tan banales— parecen estirarse más de lo normal. No como si obedecieran a la luz, sino como si se rebelaran contra ella. En el rabillo del ojo, algo se mueve. Algo refleja.

Un reflejo.

Mi reflejo.

Solo que no estoy frente a la ventana. Y, sin embargo, ahí está. Me devuelvo la mirada desde el otro lado del cristal. Y sonrío. Una sonrisa que no nace de mí. Que no me pertenece. La piel se me eriza como respuesta automática, primitiva. Yo no estoy sonriendo. No tengo ningún motivo para hacerlo.

Entonces el silencio se rompe con un golpe seco, seco como un disparo sin bala. Proviene del interior del apartamento. El armario. Esa maldita puerta que juraría haber cerrado. Me repito que no tengo que girarme. Que no necesito verificar nada. Pero mis piernas ya han tomado la decisión por mí. Camino, no porque quiera, sino porque ya es tarde para querer otra cosa.

La puerta está apenas entreabierta, como si aguardara mi presencia con paciencia milenaria. Me acerco. Mis dedos se cierran en torno al borde con una rigidez que ya no controlo. Tiro de ella. La abro de golpe.

Allí están mis notas. Todas. Cada hoja, cada trazo meticuloso, cada plan cuidadosamente delineado con la precisión de quien se prepara para no cometer errores. Pero sobre ellas, dominando el centro de la pared, hay algo nuevo. Una frase escrita con una caligrafía que no es la mía. Un mensaje directo, sin rodeos. “Te estás tardando demasiado.”

El estómago se me retuerce con la violencia de un pensamiento que no encuentra salida. Me giro. No hay nadie. Nada. Solo aire denso, cargado, casi líquido. Y entonces, como un guiño cruel, llega el olor. Una fragancia dulce, conocida, inconfundible. No debería estar aquí. No hay ninguna razón lógica, estructurada, científica, para que ese perfume flote en mi sala. Pero está.

Y lo peor es que no llega del pasado. Llega del presente. De ahora.

Mi pecho se expande, no por valentía, sino por puro pánico. Algo ha estado en este lugar. Quizá aún lo esté. Las luces titilan con desgano, como si estuvieran cansadas de fingir estabilidad. Y entonces lo noto: un destello en la ventana. Giro la vista, despacio, conteniendo la respiración.

Ellos siguen ahí. Los que me observaban desde la calle. Solo que ahora son más. Muchos más.

Y todos han levantado la mano, como si esperaran una señal. Como si supieran que esta danza, finalmente, ha comenzado.

Capítulo 3: Los Fragmentos del Tiempo

Despierto de pie. No hay vértigo, ni sorpresa, ni siquiera esa incomodidad habitual que acompaña al desajuste entre el cuerpo y la conciencia. Solo una certeza sorda: estoy frente a la ventana, y algo —o alguien— me observa desde el otro lado del vidrio. No sé cuánto tiempo llevo ahí. Quizá nunca me moví. Quizá acabo de llegar. La chaqueta está puesta, los zapatos también. Todo en su sitio, como si estuviera a punto de salir. O como si ya hubiese salido y alguien más hubiese regresado en mi lugar.

La mesa, al fondo, sostiene un cuchillo. Lo hace con la solemnidad de quien guarda un secreto que ya no necesita ser contado. Me acerco. Lo toco. Está tibio. Pero mi memoria está fría. No hay registro de haberlo sostenido. Ninguna imagen, ningún gesto, ni siquiera una huella mental que me devuelva la acción. Solo el hecho consumado: el objeto en su sitio, mi mano reconociendo la temperatura, y ese vacío incómodo que deja lo que ya fue sin que uno lo recuerde.

El reloj en la pared insiste en sus propias reglas. Marca las 2:17 a. m. Parpadeo. 7:42 a. m. Vuelvo a mirar. El segundero tiembla como si dudara de su vocación. Todo parece existir en capas superpuestas de tiempo que no se respetan entre sí. Fragmentos inconexos, tiempos prestados, saltos ilógicos que no responden a causa ni consecuencia. No es que el tiempo se haya roto. Es peor: sigue fluyendo, pero dejó de consultarme.

Siento cómo el estómago se cierra, como si el cuerpo intentara protegerse de una respuesta que aún no ha llegado. Me llevo las manos a la cara, y el tacto me devuelve una textura áspera, rugosa. Me acerco al espejo del baño con la precaución de quien está a punto de enfrentarse a una verdad inútil. En las mejillas hay arañazos profundos, cortes que no están hechos con precisión ni con rabia, sino con desesperación. Como si hubiese intentado arrancarme algo que no soportaba seguir llevando dentro. Como si hubiese querido quitarme la cara para ver si debajo todavía quedaba alguien.

Las risas en mi cabeza no son voces. Son humedad. Un eco lento, pegajoso, que se desliza por las paredes de la conciencia y se aloja justo en el centro de lo que debería ser mi pensamiento racional. Son agónicas no por su volumen, sino por su procedencia. Vienen de un lugar tan interno que no puedo distinguir si están ahí para burlarse o para avisar.

Un golpe seco interrumpe el murmullo. No viene de la puerta principal. No viene de ningún lugar que tenga sentido. Viene del armario. Otra vez. Ese armario que, al parecer, se considera con derecho a decidir cuándo permanecer cerrado y cuándo no. Camino hacia él con resignación, como quien asume que el guion ya está escrito y su única tarea es recitarlo sin arruinar la entonación.

La puerta está, una vez más, entreabierta. Yo la cerré. Puedo recordarlo. Lo hice con intención. Con la misma precisión con la que se clausura una caja donde no conviene seguir mirando. Y sin embargo, ahí está. Abierta como si hubiera algo que necesitara ver. Como si no bastara con todo lo que ya he visto.

Tomo el borde de la puerta y la abro, esperando una repetición, un patrón, un respiro en la locura. Mis notas siguen en su sitio. Las estrategias, los esquemas, las listas: todo intacto. Todo donde lo dejé. Todo menos una hoja. En su lugar, una frase nueva, clavada en el centro como una daga sutil: “No fuiste tú.”

La náusea no llega desde el estómago. Sube desde un lugar más profundo, como si algo dentro mío —algo que se creía intacto— acabara de recibir una herida invisible. Me giro, impulsado por el reflejo automático de quien espera encontrar al culpable agazapado detrás de su propio miedo. No hay nadie. Solo el espejo. Y en él, mi reflejo se ríe.

No con burla. No con ironía. Se ríe como quien sabe que el juego está por terminar y ya no queda nada por salvar.

Vuelvo la vista hacia la calle. Los que antes me observaban sin moverse, ahora han comenzado a avanzar. No corren. No gritan. Caminan con la lentitud de lo inevitable. Y lo peor no es que se acerquen. Lo peor es que yo sé, con certeza visceral, que no vienen por mí. Vienen a través de mí.

Capítulo 4: El Llamado desde la Niebla

Me despierta un sonido seco. Tres golpes. No abro los ojos de inmediato; hay algo en el aire —una densidad, un temblor invisible— que me exige permanecer inmóvil. Es esa clase de alerta que no llega desde fuera, sino desde las vísceras, como si el propio cuerpo supiera que al abrir los ojos se pierde algo. O se gana algo peor. El ambiente tiene una textura espesa, pegajosa, como si la atmósfera se hubiera derretido mientras dormía. Un olor metálico, familiar y áspero, se mezcla con otro más denso, dulce en el sentido más perverso de la palabra. Una fragancia conocida que no tiene sentido en este lugar. Respiro hondo, buscando una referencia, un ancla, algo que me devuelva una lógica. No lo encuentro.

Cuando por fin reúno el valor de abrir los ojos, el golpe no es de luz, sino de ausencia. No estoy en mi departamento. No hay paredes, ni muebles, ni la protección mínima de un techo que simule seguridad. Estoy en la calle. De pie. Descalzo. El asfalto helado sube por mis plantas como una advertencia. Frente a mí, la ciudad se estira hacia el cielo con su geometría brutal, sus rascacielos que se alzan como testigos mudos de una civilización que ya no late. Todo está inmóvil, suspendido en una pausa artificial que me retumba dentro del cráneo. No hay motores, no hay pasos, no hay voces. Solo un silencio absoluto, tan compacto que parece contenido por la respiración contenida de un mundo entero que no se atreve a exhalar.

Un charco oscuro, a mi izquierda, se desliza lentamente hacia una alcantarilla. No quiero mirar su origen. No necesito hacerlo. La parte que aún conserva lógica me ruega que no insista. Bajo la vista, en cambio, hacia mis propias manos. La derecha está manchada con un rastro seco, oscuro, reconocible. La izquierda sostiene un cuchillo. Limpio. Demasiado limpio. No tiene rastros, ni huellas, ni culpa visible. Pero lo sostengo con la naturalidad de quien ya ha cruzado esa línea antes. No sé cómo llegó ahí. No sé si siempre estuvo. El pánico no entra en escena como un relámpago, sino como una inundación progresiva que me quita el aire sin violencia.

Los tres golpes vuelven a sonar, secos, precisos, pero no provienen de ninguna dirección concreta. No hay puerta. No hay pared. No hay fuente. Solo el sonido, flotando en la nada como un mensaje sin remitente. Levanto la vista. Busco señales. Intento negociar con una lógica que ya me ha abandonado. Es entonces cuando la veo. Una única ventana iluminada en medio del enjambre de fachadas oscuras. Mi ventana. La del departamento. La del piso quince. Y ahí, enmarcada por la luz amarilla que no debería estar encendida, hay una figura.

La silueta me observa desde detrás del cristal con una quietud tan perfecta que parece pintada. Me está mirando, no como se mira algo ajeno, sino como se contempla algo inevitable. Reconozco los gestos. La postura. La tensión en los hombros. Soy yo. Pero no soy yo. Hay un desajuste en la expresión, una especie de serenidad monstruosa que nunca me ha pertenecido. Entonces, sin apuro, la figura alza una mano y apoya la palma contra el vidrio. No hay violencia en su gesto. Hay paciencia. Una paciencia que me aterroriza más que cualquier grito.

Comprendo lo imposible: mi reflejo no está conmigo. Está allá arriba. Dentro. Esperándome.

Los golpes ahora no suenan: vibran. Están en mi pecho, en mis huesos, en la médula. Ya no son ajenos. Provienen de un lugar más profundo, un tambor de guerra que retumba desde dentro como si alguien hubiese decidido empezar el ritual y yo no hubiese sido informado. La ciudad tiembla. Las farolas parpadean como si dudaran entre existir o apagarse para siempre. Y en medio de ese temblor, lo siento. Una presencia detrás de mí. No el clásico “algo me observa”, no ese cliché que la mente racional puede desechar con rapidez. Esto es otra cosa. Es la certeza atávica de que no estoy solo en mi propia espalda.

Antes de poder girarme, una voz baja, gutural, con una entonación que me resulta repulsivamente familiar —como si llevara años escondida en alguna parte de mi garganta— se inclina hasta mi oído. No grita. No susurra. Dicta.

—Es hora.

Capítulo 5: La Última Mirada


Todo tiembla, pero no como lo hace la tierra cuando ruge, ni como lo hace un cuerpo ante el miedo. Esto es más íntimo. Más devastador. Es un temblor que nace adentro y se expande hacia fuera, una vibración que no se escucha pero que resuena en el pecho, en los tendones, en la raíz misma de la médula. No son golpes. No es un sonido. Es algo que me habita, que pulsa como una segunda vida, una infestación que avanza a ritmo de tambor mudo. Intento respirar, pero el aire se comporta como una sustancia espesa, ajena a la voluntad. Intento moverme, pero hay algo —una fuerza, una conciencia, un mandato— que me sujeta desde dentro, como si ya no me perteneciera del todo. La realidad, alrededor, no colapsa: se retuerce. Se pliega sobre sí misma como una tela mal cosida que deja ver las costuras.

La figura sigue en la ventana. Quietud absoluta. Palma contra el vidrio. No hay amenaza explícita en su postura, solo la insoportable calma de quien ya ha ganado. Su presencia no me asusta por lo que hace, sino por lo que espera. Es una espera activa, afilada, como si supiera que tarde o temprano yo también veré lo que todavía me niego a aceptar.

Y entonces ocurre. Sin transición, sin advertencia. Un parpadeo. Un cambio de luz. Y todo se invierte. Ya no estoy en la calle. Estoy aquí. De nuevo en mi apartamento. Frente a la misma ventana que tantas veces usé como excusa para justificar el encierro. La habitación está intacta: los muebles en su sitio, las sombras alargadas proyectadas por una luz cansada, el olor a encierro impregnando las paredes con esa mezcla de polvo, sudor y algo más indefinible. Todo está igual. Pero el igual no significa tranquilidad. Significa trampa.

Miro mis manos. Están vacías. No hay cuchillo, no hay manchas, no hay indicio alguno de lo que acaba de ocurrir, si es que algo ocurrió. No hay pruebas. Solo la ausencia de pruebas. Giro la cabeza lentamente, no porque tema lo que voy a ver, sino porque ya sé lo que va a estar allí. Y lo confirmo.

Ya no estoy afuera.

Ahora soy yo quien está adentro.

El reflejo, mi reflejo —ese otro que alguna vez fingí controlar— está en la calle, en la oscuridad de la ciudad que ahora me contiene como un huésped mal recibido. Me observa con esa sonrisa tenue y torcida, no burlona, no monstruosa: peor. Una sonrisa que no necesita explicaciones porque ya las contiene todas. El grito se forma en mi garganta como un intento de volver al lenguaje, de pedir ayuda, de aferrarme a alguna palabra que me devuelva al mundo. Pero no sale. La voz no llega. Porque aquí, ahora, ya no se trata de hablar. Se trata de aceptar.

El reflejo —que ya no es reflejo— alza lentamente la mano y, con un gesto insoportable en su serenidad, corre las cortinas desde el otro lado.

Y entonces todo se apaga.

No hay sangre. No hay ruido. No hay cierre.

Solo oscuridad.

Y la historia termina.


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