Palomas en Madrid
Aquella noche en Madrid no estalló por fuegos artificiales ni por sirenas. Estalló en silencio. Como estallan las cosas que se rompen por dentro, sin hacer ruido. Caminábamos sin rumbo, como si la ciudad nos perteneciera por unas horas. El aire tenía ese filo que corta la piel sin permiso, y sin embargo ahí estaba yo, devorando tus besos al pie de un cajero automático, como quien se aferra al único calor disponible en mitad del invierno.
Éramos una suma imposible de contradicciones. Lo innato y lo frívolo. Lo eterno y lo fugaz. Tus pecados y mis manos, buscando redención en cuerpos que ya no sabían cómo sostenerse. A veces pienso que solo fuimos eso: una serie de heridas encontrándose, una danza breve entre tu karma y mis labios. Tú eras la esquirla y yo el intento torpe de no cortarme. El olvido era un cáncer creciendo en medio de nosotros, y aun así seguíamos inventando excusas para no soltar.
Las palomas volaron aquella noche. No sé si alguien más las vio. Tal vez fue solo una imagen simbólica que mi mente fabricó para entender que algo estaba yéndose sin decir adiós. Algo que alguna vez fue nuestro. O casi.
Me dormí en tu regazo, temblando. No por el frío del aire, sino por ese otro frío, más profundo, que llega cuando uno empieza a entender que está solo incluso mientras lo abrazan. Tú me arropaste con los brazos y yo, por un momento, creí que todo estaría bien. Pero no lo estaba. Y lo supe. Porque no hay refugio que cure lo que se arrastra por dentro desde hace tanto.
No dijimos nada. A veces el silencio es la única forma honesta de despedirse.
Solo suspiré.
Porque a veces eso es todo lo que queda.
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