La calma que llega después de matar lo que te desgasta
Ella lo esperaba en el living, sentada en la absoluta oscuridad, con las cortinas cerradas y la copa de coñac entre los dedos, dejando que el silencio avanzara por toda la casa mientras la otra copa, la suya, reposaba en la mesa como un gesto que ya no tenía nada de cariño y todo de decisión. Escuchó la llave girar antes de escuchar el cuerpo tropezar contra la puerta y reconoció, sin necesidad de verlo, ese olor que siempre llegaba antes que él: alcohol viejo, perfume ajeno, sudor comprado, restos de noches que no le pertenecían y que él insistía en arrastrar a ese espacio que una vez fue hogar.
Cuando él entró, no hubo saludo ni vergüenza, solo una pausa en la que intentó reconocer su rostro entre las sombras, como si necesitara saber con qué versión de ella se iba a encontrar. Ella habló sin moverse, sin modificar el tono, sin darle margen para escapar: le dijo que lo estaba esperando y le señaló la copa servida, obligándolo a sentarse frente a ella en ese sillón que tantas veces había soportado sus regresos. Él tomó la copa intentando recuperar algo de dignidad, como si el simple contacto con el cristal pudiera sostenerlo, pero la noche le pesaba en los ojos y la respiración le salía cargada de restos de otros cuerpos. Preguntó por la luz, pero ella le negó cualquier alivio y lo dejó beber en la oscuridad, observando cómo el líquido le aflojaba los músculos y le afilaba la ansiedad.
Ella se levantó y avanzó hacia su espalda, deslizando las manos sobre sus hombros con una suavidad helada, no para consolarlo sino para asegurarse de que él no subestimara lo que estaba por ocurrir. Le dijo que no estaba enojada, que simplemente estaba agotada, y él sonrió creyendo que eso era una oportunidad, una fisura negociable, un cansancio que podría resolver con caricias torpes o promesas postergadas. Ella no le permitió hablar; sus manos siguieron recorriéndolo con un ritmo calculado mientras le decía, con una calma que no había mostrado en años, que cada una de sus noches llegaba llena de olores que no la incluían, que cada regreso era una forma de borrarla, que cada mentira repetida sin culpa la empujaba un poco más hacia un lugar donde ya no quedaba nada para sostener.
Él quiso contestar, pero el cuerpo le falló antes de que la voz pudiera organizarse: un entumecimiento le subió por los brazos, la lengua empezó a endurecerse y el aire se volvió grueso, casi pesado, como si algo dentro de él se negara a moverse. Ella se inclinó hacia su cuello y lo rozó con los labios, un gesto tan íntimo como definitivo, y la copa se le cayó de los dedos mientras el temblor empezaba a recorrerle las manos, subiendo sin piedad por los brazos y la mandíbula, desarmándolo desde dentro. Ella pasó frente a él y se arrodilló para sostenerle la cara, no con compasión sino con una firmeza que no admitía dudas, y lo besó con una lentitud cruel antes de decirle, muy cerca, que la copa estaba envenenada.
Él intentó comprender, intentó pedir ayuda o perdón o cualquier otra salida, pero el cuerpo ya no respondía; la convulsión lo tomó entero y lo lanzó al suelo, golpeando la alfombra con movimientos que perdían fuerza segundo a segundo mientras ella lo observaba sin apartar la vista, sin retroceder, sin permitir que el miedo o la culpa tomaran forma. Dijo que no había querido llegar ahí, que nunca había buscado ese final, pero que él había agotado todas las opciones, vaciado todas las reservas y oscurecido todos los caminos, y que ya no quedaba nada por rescatar.
Cuando el cuerpo dejó de moverse, la casa recuperó su silencio natural, un silencio sin amenazas, sin olores ajenos, sin promesas vacías. Ella se incorporó despacio, respiró hondo y sintió, por primera vez en demasiado tiempo, que el cansancio dejaba de doler y se convertía en una claridad dura, estable, definitiva. No era victoria, ni castigo, ni venganza. Era cierre. Era fin. Era la única salida que él le había dejado.

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