Buenos días, Valencia


El sol se cuela sin pedir permiso por las rendijas de la persiana. No entra con violencia, sino con esa dulzura de quien conoce bien la casa. Recorre los muebles con dedos de luz, como quien acaricia un cuerpo dormido.

Son las 6:45. El despertador pita una vez, luego otra. No lo apago. Dejo que suene mientras escucho el primer silbido de los pájaros. Afuera, la ciudad bosteza. Las ventanas se abren. El panadero enciende su horno. La señora del tercero ya tiende la ropa.

La brisa entra, ligera, trayendo consigo el perfume de los naranjos. Un aroma que no necesita exagerar para quedarse. Valencia huele a eso en primavera: a fruta recién cortada y promesas sin estrenar.

No hay ruido todavía. Solo el murmullo de las persianas subiendo, el aleteo de alguna paloma despistada, y ese silencio tibio que la ciudad regala antes de ponerse de pie.

Camino descalzo por el salón, abro el ventanal y dejo que la mañana me hable. No dice mucho, pero basta. La luz acaricia mi cara. Me recuerda que sigo aquí. Que sigo respirando.

Entonces le hablo a la ciudad, en voz baja, como si temiera despertarla del todo:

—Dulce Valencia, quédate conmigo hoy. Acompáñame en este día incierto. Y te prometo, cuando llegue la noche, envolverte con lo poco que tengo: mi cansancio, mi techo, y estas ganas de quedarme.

La ciudad no responde. Pero el sol asiente.

Y eso es suficiente por ahora.




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