Siete Infiernos y una Piedra
La noche era una marea de sombras espesas.
El viento arrastraba ceniza como si el cielo hubiera ardido hace siglos.
Caminaba solo, con una piedra en la espalda y un nombre que nadie pronunciaba.
El silencio pesaba más que la roca, y sin embargo, había una música de fondo:
un latido profundo, casi humano, que marcaba el paso de mi condena.
El camino era una espiral de siete círculos, cada uno con su propio olor.
El primero olía a orgullo, el segundo a hambre, el tercero a rabia seca.
En el cuarto el aire sabía a deseo que se pudre,
en el quinto a traición,
en el sexto a desesperanza,
en el séptimo a fuego que no quema pero devora.
Dante los escribió en un libro; yo los sentía en la piel.
Cada vez que la piedra caía, el eco se rompía como un trueno en una caverna.
Caía yo también, y la montaña se reía.
Las laderas parecían multiplicarse, como si el destino jugara a estirar el tiempo.
Pero había algo en el peso que me mantenía vivo.
El castigo era mi respiración.
La derrota, mi único alimento.
A veces, en las pausas imposibles, escuchaba voces.
No eran demonios, ni fantasmas.
Eran mis propias memorias, convertidas en gritos que no sabían ceder.
Me decían que soltara la piedra, que me dejara consumir por la arena ardiente.
Pero mis manos no aprendían a rendirse.
La voluntad no es una virtud: es una fiebre que quema y sostiene.
La cima nunca estaba donde creía.
Cuando el horizonte se abría, un destello de luz se dejaba ver,
un instante apenas, como un ojo que se cierra de inmediato.
Y entonces la roca resbalaba, rodaba cuesta abajo,
hasta perderse en el punto exacto donde todo vuelve a empezar.
No había dioses esperándome.
Ni un perdón, ni una puerta secreta al cielo.
Solo el rumor eterno de la montaña.
Un rumor que decía:
—Empuja otra vez.
Me descubrí sonriendo.
No de alegría, sino de desafío.
El fuego en mi pecho no quería perder.
El castigo era infinito,
pero también lo era mi terquedad.
Quizá eso era la victoria que nadie cuenta:
seguir empujando aunque la eternidad se ría en tu cara.
Cuando la piedra volvió a caer, ya no sentí rabia.
Solo el pulso salvaje de un corazón que no se rinde.
Di un paso, después otro.
El infierno entero tembló.
Y entendí, en un relámpago de claridad,
que la cima nunca había sido un lugar.
Era el acto de subir, de resistir, de no ceder.
La montaña no me vencía:
era yo quien la mantenía viva.
Seguí caminando, con la roca a cuestas,
mientras los siete infiernos ardían en mi piel
como un himno que nadie podía apagar.

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