antología - La huella del Silencio - Diversidad Literaria
el siguiente relato no esta incluido en la antología. solo es un relato escrito para promocionar la antología - LA HUELLA DEL SILENCIO -. Escrita por: Mario Sergio Martínez; Sofía España Climent; Sergio Franco Zamora; Marian Romero Gil; Asel Asensio; Facundo Sosa; Leonor Tomás Tomás; Asia García García.
©Este relato fue totalmente creado para una promoción. Todo parecido a la realidad es pura coincidencia.
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La Antología Maldita...
Diversidad Literaria anunció la convocatoria como si fuese una más, de esas que se publican casi en automático y que rara vez despiertan algo más que una ceja levantada o un bostezo disfrazado de interés. Y, sin embargo, La huella del silencio tenía algo distinto. Nadie supo decir qué era exactamente, pero lo cierto es que los ocho autores seleccionados lo sintieron al instante, como si una parte de ellos ya supiera que aquello no sería solo una antología más. El correo electrónico no era especialmente llamativo. Una presentación sobria, un encabezado estándar, y un contrato adjunto con el sello de la editorial y una cláusula clara: sesenta días para escribir un relato inédito entre diez y quince páginas, en torno a una única consigna: el silencio. No el silencio como metáfora, ni como ausencia, sino como punto de partida. Como detonante. Como herida abierta.
Sergio Martínez fue el primero en aceptar. En ese momento trabajaba en una editorial independiente de barrio, corregía manuscritos mediocres y escribía durante las madrugadas. Desde hacía semanas, notaba pequeñas anomalías en su departamento: frases subrayadas en libros que no recordaba haber leído, palabras escritas a lápiz en el margen de cuadernos viejos, su propio nombre garabateado al reverso de facturas de luz que no eran suyas. Pensó que era el estrés. Que necesitaba dormir más y revisar menos. Pero entonces llegó el correo de Diversidad Literaria y lo tomó como una señal. Decidió participar sin pensarlo demasiado, convencido de que escribir sobre el silencio le serviría como catarsis. Abrió un nuevo documento, tituló el archivo con el nombre de la antología, y se quedó mirando la pantalla vacía durante horas. Al día siguiente, cuando volvió al escritorio, encontró escrito el primer párrafo. Lo más inquietante fue que lo reconoció como suyo, aunque no recordaba haberlo escrito.
Lo mismo ocurrió, casi en paralelo, con Sofía Climent. Ella vivía sola en una casa de madera en los márgenes de un bosque asturiano, donde el viento parecía tener voz propia y los árboles se mecían como si intentaran hablar. Había publicado dos libros de cuentos y un ensayo sobre estructuras narrativas en la literatura gótica. El proyecto le pareció interesante, incluso seductor. Escribir sobre el silencio tenía, para ella, un componente íntimo: su madre había muerto en completo mutismo tras un derrame cerebral, y Sofía había pasado semanas enteras a su lado, tratando de interpretar gestos, miradas, temblores mínimos. Empezó a escribir un cuento ambientado en un hospital abandonado, pero pronto notó que las frases se modificaban solas. Imágenes que ella no había ideado surgían entre líneas, nombres que no había elegido, detalles perturbadores que parecían brotar del texto como hongos en la humedad. Una noche, al releer lo escrito, descubrió una frase en latín que no sabía traducir. La buscó en internet: “Silenti vestigia manent”. La huella del silencio permanece.
Durante las primeras semanas, todos los autores experimentaron fenómenos similares. Franco Zamora comenzó a sufrir de parálisis del sueño justo después de redactar una escena en la que un personaje quedaba atrapado entre la vigilia y el terror. Marian Romero Gil, que había escogido escribir una historia de ciencia ficción, descubrió que los diálogos entre sus personajes adquirían un tono confesional, como si estuvieran hablando de ella misma, de su vida real, de secretos que ni siquiera sabía que cargaba. Asel Asensio, que hasta entonces era autor de relatos minimalistas y de lenguaje quirúrgico, empezó a escribir de forma desbordada, con frases larguísimas, páginas enteras sin un solo punto, como si no pudiera parar. Se despertaba con la mano dormida y la muñeca entumecida, y cada vez que releía lo escrito, encontraba fragmentos nuevos, más oscuros, más densos, como si otra conciencia se estuviera filtrando en su voz narrativa.
Facundo Sosa notó el cambio de forma más sutil. El texto que escribía tenía vida propia. No se trataba de correcciones, ni de inspiración súbita. Era como si la historia no tolerara ser guiada. Las frases se reacomodaban solas, los personajes tomaban decisiones distintas a las previstas. A veces escribía un párrafo y, al día siguiente, ese mismo fragmento aparecía tachado con una línea delgada, perfecta, como trazada por alguien más. Empezó a guardar copias manuscritas, creyendo que tal vez el archivo digital estaba dañado o había sido intervenido. Pero las correcciones también aparecieron en los cuadernos. La historia mutaba incluso fuera de la pantalla.
Leonor Tomás, por su parte, comenzó a escuchar una voz. Primero pensó que eran vecinos o algún problema en las cañerías. Luego descubrió que esa voz solo surgía cuando escribía. No hablaba. No susurraba. Era apenas un murmullo rítmico, como una respiración. Pero le marcaba el pulso de la escritura. Cada vez que intentaba desviarse del relato, el sonido se detenía. El silencio era absoluto. Entonces volvía a escribir, y el ritmo respiratorio se reanudaba. Cada palabra parecía ser exigida desde algún lugar más allá de ella. Empezó a tener pesadillas recurrentes con habitaciones blancas y páginas flotando en el aire. Todas las hojas estaban en blanco, salvo una frase escrita al reverso de una sola de ellas: “No es tuyo lo que estás escribiendo. Solo lo sostienes.”
Asia García fue la última en entregar su texto. A diferencia de los demás, no comentó con nadie lo que había ocurrido. No buscó explicaciones. No habló con la editorial. Simplemente envió su manuscrito tres horas antes de la fecha límite. En su relato, una mujer encuentra una caja enterrada bajo el suelo de su dormitorio. Al abrirla, descubre las historias de otras siete personas, todas desconocidas, que escribieron antes que ella y cuyas vidas se derrumbaron al narrar lo innombrable. Cada historia termina con una misma frase, aunque escrita con distintas palabras: El silencio te escribe a ti, no al revés. Asia no supo cómo había llegado a esa historia, ni por qué había escrito cosas que la hacían temblar incluso después de apagada la pantalla. Al día siguiente de enviar el archivo, se encerró en su casa, desconectó el teléfono, y cubrió todos los espejos con sábanas. Tres días más tarde fue encontrada deshidratada, aferrada a un cuaderno en blanco. Sus labios moviéndose, como si leyera sin voz.
El día de la publicación de la antología no hubo acto de presentación, ni campaña en redes, ni entrevistas. Diversidad Literaria publicó el libro en formato digital, accesible solo por descarga directa desde un enlace oculto en su web. Nadie supo explicar por qué se canceló el lanzamiento físico, ni qué ocurrió con la editora encargada del proyecto. A los pocos días, la página desapareció.
Y entonces ocurrió lo imposible: uno a uno, los ocho autores comenzaron a ser internados. Ninguno recordaba cómo había llegado al hospital. No sufrían de brotes psicóticos visibles. No tenían antecedentes psiquiátricos graves. Pero todos compartían un mismo síntoma: repetían fragmentos de sus relatos en voz baja, como si los estuvieran transcribiendo desde dentro. Algunos los murmuraban dormidos. Otros los recitaban como oraciones. Uno de ellos los escribía con sangre en las paredes acolchadas de su celda. Otro respondía con frases de su cuento a cualquier pregunta que se le hiciera, como si no pudiera escapar del texto. Una doctora, al revisar los expedientes, notó que había frases idénticas en los escritos de varios de ellos. No frases genéricas, sino construcciones específicas, idénticas hasta en la puntuación. Como si todos hubieran accedido a una misma historia desde diferentes grietas.
Aún hoy, los ocho continúan internados. En alas separadas. En distintas ciudades. Pero cuando cae la noche y el personal de guardia recorre los pasillos, hay momentos en que todos parecen hablar al mismo tiempo. Frases sin conexión aparente, nombres que se repiten, escenas que se encajan como piezas sueltas de un rompecabezas sin bordes. La doctora que descubrió las coincidencias renunció poco después. En su carta final escribió algo que nadie logró comprender del todo:
“No fue una antología. Fue una invocación. Cada relato era un dedo. Y ahora la mano está completa.”
Me encanta!!! Que pasada!!!!
ResponderEliminarmuchas gracias por leer.
EliminarMe encanta. 😍😍
ResponderEliminarmuchas gracias
EliminarEspectacular. Gracias 😍😍
ResponderEliminargracias a ti por participar y compartir. y no ofenderte por el relato que me invente. saludos
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