Tristes, tristes vidas en casa, pobres almas en la calle.

El camino se extendía ante él, interminable, una línea difusa entre la realidad y el deseo. La luna brillaba en la distancia, inalcanzable, tentadora, un faro suspendido en la inmensidad de la noche. Cada paso lo acercaba, o eso quería creer. Pero el horizonte nunca cedía, nunca permitía que sus dedos rozaran aquello que había soñado tantas veces.

El tiempo se volvía espeso, arrastrándolo en un vaivén de incertidumbre. ¿Era posible que algunos caminos no tuvieran final? ¿Que la promesa de alcanzar la meta no fuera más que una ilusión, un espejismo dibujado en la negrura del cielo?

El pueblo quedaba atrás, sus sombras largas se difuminaban en la penumbra. Las calles que antes parecían estrechas y opresivas ahora eran solo un recuerdo. Los besos que había dejado en algunas mejillas se evaporaban como polvo en el viento, fugaces, pasajeros. Aquí, las palabras corrían más rápido que los cuerpos, los rumores viajaban antes que las verdades, y las lenguas se enredaban en cuentos que nadie pidió escuchar.

Pero nada de eso importaba ya. Solo quedaba seguir. Un paso más. Otro. Aunque la luna se alejara con cada intento, aunque el camino no prometiera un final.


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