Navegar
No sé si tuvo algo que ver la seguidilla de malas rachas que me partieron el lomo antes de acabar aquí. No sé si fueron las manos que estreché, las mismas que se evaporaron cuando más las necesitaba. Manos que prometían sostener, pero al final solo servían para contar billetes o señalar culpables.
Quizás el tiempo hizo lo suyo, girando como un maldito reloj sin cuerda, empeñado en moverse aunque ya no quede nada que medir. Días y noches triturados en silencio, frutos cayendo del árbol antes de madurar. Los veía pudrirse en el suelo mientras yo me quedaba inmóvil, con la boca llena de preguntas que nadie pensaba contestar.
Así que salí a navegar. No por valentía, ni por ansias de aventura. Salí porque quedarse quieto es hundirse. Porque un hombre quieto termina oliendo a óxido, y yo no quería que me encontraran así. Empaqué poco: un par de huesos, un corazón agrietado y el recuerdo de unas voces que ya no vuelven.
El mar no era promesa. Era una condena abierta. Cada ola te insulta, cada viento te arranca un pedazo. Navegué sin mapa, sin nombre, sin la mentira de un destino. Solo la certeza de que flotar, aunque duela, es mejor que hundirse en tierra firme.
Una madrugada, después de horas sin brújula, vi una luz parpadeando en la costa. Era un bar abierto en mitad de ninguna parte. Entré empapado, pedí un café que sabía a gasoil y nadie me preguntó de dónde venía. La camarera me miró, dejó el azúcar en la mesa y dijo:
—Aquí no hace falta contar historias.
Levanté la taza.
Por esa noche, había ganado.

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