La Luna, la Lluvia y el Olvido
Mis sueños me acompañaban, clamando en lo más profundo de mi ser por salir. Como yo, temían la oscuridad. Por eso, cada vez que el sol se oculta, abro las ventanas y dejo que la luz de la luna inunde mi habitación, posándose suavemente sobre mi mesa de noche. Mirarla me reconforta, me hace sentir parte de algo más grande, de un universo donde todo parece tener sentido, incluso el vacío que me habita.
Llevo meses sin escribir en mi diario. Cada vez que intento hacerlo, las palabras se convierten en tachones, en líneas cruzadas que no logran expresar el peso de su ausencia. Aún no lo supero. Él lo fue todo para mí, y ahora solo me quedan restos de nada y un poco más de soledad de la que ya tenía antes de conocerlo.
Siempre supe que mi vida era un rompecabezas incompleto. Me acostumbré a rechazar las piezas que no encajaban, como si fueran errores en mi historia, colores ajenos que no pertenecían a mi imagen. Pero con él fue diferente. Por un tiempo, sentí que mi mundo tenía forma, hasta que, sin previo aviso, la pieza más importante desapareció.
Estaba en el suelo, con mi diario abierto y un lápiz afilado entre los dedos. En la otra mano, mi corazón, al que presionaba de vez en cuando, asegurándome de que aún latía. Me sentía sin vida. La soledad, caprichosa e insistente, se encargaba de recordarme a diario lo triste que era mi existencia.
Aun así, nunca estuve completamente sola. Tenía el murmullo lejano de la ciudad, el humo de un cigarro flotando en la noche, la tenue luz de la luna filtrándose entre las cortinas. Tenía mi paz y mi tranquilidad, lo único que siempre había sido realmente mío.
Ella, mi fiel amante, la luna, me ayudaba a olvidarlo. A menudo, miraba nuestras fotos y, si cerraba los ojos con fuerza, podía verlo otra vez, sentir su presencia, incluso rozarlo con la punta de mis dedos. Mi mente me traicionaba con sueños en los que volvíamos a estar juntos, algunos tan vívidos que me hacían maldecirme a mí misma. Pensarlo era inevitable, olvidarlo, imposible.
Hay días en los que me encierro en mi habitación y dejo que la luz de la luna sea mi única compañía. Me pierdo en mis pensamientos o en las frases que escribo en mis paredes, pequeñas verdades que, de alguna manera, logran explicarme el dolor que cargo.
Me gustan las frases. Son como el alma del pensamiento, la manera más transparente de transmitir lo que sentimos. Por eso, reservo el techo para mí, mi diario más íntimo, donde dejo escritas todas mis verdades, a la vista del mundo, pero al alcance solo de aquellos que se atrevan a mirar hacia arriba.
A veces escojo un autor de mi pared y leo sus palabras, o si tengo un libro suyo, me recuesto en mi rincón de las velas y me sumerjo en sus páginas. Prefiero envejecer entre libros y cigarrillos a aceptar que lo he perdido.
Odiaba encontrarlo por la calle y sentir que ya no éramos los mismos. Los abrazos eternos que antes nos envolvían se habían reducido a un frío “hola” y “chau”. A veces, lo miraba y recordaba cómo, en el pasado, cerrábamos los ojos al abrazarnos, como si quisiéramos absorbernos el uno al otro, como si, con cada inhalación, pudiéramos quedarnos con un poco más de nuestra esencia compartida.
Pero todo eso ya no existe.
De vez en cuando, salgo a caminar bajo la lluvia. La gente huye del agua, pero yo me siento purificada. En esos momentos, es como si alcanzara el nirvana: bailo, corro, grito, dejo que las gotas recorran mi piel y empapen mi ropa. Bajo la lluvia, me siento libre.
Esa noche era una de esas. El cielo estaba cubierto por gruesas nubes, pero la luna aún lograba colarse entre ellas. Los rayos iluminaban la ciudad en destellos breves e intensos, y por un instante, sentí que el universo entero me hablaba.
Indignada, grité:
—¡Dos rayos, tres rayos, cuatro rayos!
La tormenta rugía con furia. Quizás intentaba exigirle al mundo un cambio, una señal.
Quizás la tormenta no sepa hacerse entender,
y tenga que salir el sol para darnos esperanza.
Para recordarnos que toda tormenta pasa,
que nada sucede porque sí,
que todo está escrito,
que todo tiene un fin.
Seguí caminando bajo la lluvia, sintiéndome parte de este mundo loco e inmundo, un mundo que a veces me repugna, pero del que sigo formando parte.
Nunca he sido una chica del montón. Siempre he marcado mi propio estilo, mi propio camino. Mis pantalones semi-ajustados, mis camisetas cortadas a tijera, mis leggins bajo las faldas. Llevo en mi mochila lo necesario: libros, mi diario, tampones, toallitas, clínex, las llaves de casa, algún bolígrafo, el móvil y su cargador. Nada extraordinario, solo lo esencial.
Mido aproximadamente un metro sesenta y tantos, pero sinceramente, ¿qué más da? Mi cabello es negro como las plumas de un cuervo, corto, rozando mi cuello y mi mentón. Enmarca mis grandes ojos azules, esos que, según dicen, reflejan demasiado. Quizás por eso, a veces, cuando me miran fijamente, siento que pueden ver dentro de mí, descifrar la tormenta que me habita.
Pero la luna sigue ahí. Siempre fiel, siempre presente. Testigo de mis noches de insomnio, de mis pensamientos desbordados, de mis lágrimas escondidas.
Y aunque el mundo siga su curso, aunque la tormenta se disipe y el sol vuelva a salir, sé que la luna permanecerá.
Ella me entiende.
Ella nunca me ha dejado.
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