Yo… yo te quería…

He trabajado en muchos sitios, y en todos he aprendido algo nuevo. Pero esta vez fue diferente.

Esto ocurrió entre septiembre y diciembre del 2020. Recientes salidos de la pandemia, pero sin bajar los brazos porque el SARS-CoV-2 aún acechaba con fuerza.

Conseguí aquel trabajo porque estaban desesperados. Alguien se había roto la pierna y necesitaban cubrir la baja de inmediato. No pregunté demasiado. Yo también estaba desesperado.

El centro de salud mental era un mundo aparte, una burbuja donde la cordura y el caos caminaban de la mano, sonrientes como la locura. Los pasillos olían a café caliente y desinfectante barato. Las paredes, cubiertas de carteles motivacionales, escondían historias que nadie quería contar. Peleas, discusiones, desacuerdos y, como no, demasiado cotilleo.

Allí trabajaban quince educadores, hechos y derechos en su trabajo, rotando turnos, apagando incendios emocionales, guiando a quienes vivían al filo de la realidad.

Fue allí donde los conocí.Thiago era el tipo que hacía que todo funcionara. No por obligación, sino porque simplemente le nacía. Tenía esa mezcla extraña entre paciencia y cinismo que lo hacía encajar con cualquiera. Podía soportar los peores días sin que su voz se elevara jamás. Y los pacientes lo adoraban por eso.    Daniela era distinta. Más callada, más meticulosa. No tenía la chispa de Thiago, pero su trabajo era impecable. Nunca faltaba, nunca llegaba tarde, nunca dejaba algo sin hacer. La sombra perfecta para alguien como él. Hasta que llegó Sheila. Sheila era de otro mundo. No había pasado ni un mes y ya se movía como si el centro fuera su hogar. No tardó en convertirse en la compañera de Thiago, en su aliada, en algo más que eso. La chispa entre ellos se veía a metros de distancia.

Y Daniela lo vio. Vi su expresión las primeras veces que los encontró juntos en los pasillos, en las horas muertas, en los descansos compartidos. Vi cómo su sonrisa se congelaba un instante antes de desaparecer. Primero pensé que era incomodidad. Luego me di cuenta de que era otra cosa. Algo más oscuro, Daniela estaba enamorada de Thiago. Y claro, si ella no podía estar con él, nadie lo estaría.

No ocurrió de golpe. No hubo un día exacto en el que Daniela dejó de ser la misma. Fue algo más lento, más perverso. Como ver una fruta pudrirse en cámara lenta, la piel perdiendo firmeza, la pulpa descomponiéndose desde dentro hasta que solo queda algo viscoso, irreconocible.

Al principio eran solo pequeñas señales. Miradas demasiado largas, clavadas en Thiago como si intentara descifrar un código secreto en sus gestos. Preguntas disfrazadas de curiosidad, pero con una urgencia malsana. Cada vez que él hablaba de Sheila, ella fingía sonreír, aunque sus dedos se crispaban sobre cualquier cosa que tuviera a mano. Luego, su sonrisa dejó de ser una sonrisa. Se convirtió en un rictus extraño, una mueca donde algo estaba mal. Después vinieron las palabras. Pequeños comentarios, aparentemente inofensivos, susurros dejados caer como semillas en el oído de cualquiera que estuviera dispuesto a escuchar.

—Thiago y Sheila… no sé, hay algo raro ahí.
—No la conoces como yo, créeme.
—¿Él? Nunca ha sido de relaciones largas.

La gente no es estúpida. Algunos mordieron el anzuelo. Otros no. Pero el aire en el centro se volvió más espeso, más incómodo. Se hablaba menos en presencia de Sheila. Algunas miradas hacia Thiago se volvieron dudosas.

Él lo notó. Al principio, intentó restarle importancia. Pero luego, cuando notó cómo lo miraban, cómo los comentarios velados se acumulaban, comenzó a alejarse. Se volvió más huraño, más silencioso. Evitaba a Daniela. Se escabullía por los pasillos, salía a tomar café solo, cortaba las conversaciones antes de que ella pudiera estirar más la soga. Daniela no lo soportó. No podía soportarlo. Si ella no podía estar con él, al menos él debía saber que seguía ahí. Así que empezó con pequeñas venganzas. Pequeñas formas de recordarle que no podía simplemente borrarla. Papeles extraviados. Informes alterados. Carpetas que desaparecían justo antes de reuniones importantes. Un registro clínico perdido aquí, una nota importante que jamás llegaba a su destinatario. Thiago comenzó a darse cuenta. Un día lo vi caminar hasta la sala de descanso, abrir su taquilla y encontrar su cuaderno empapado en café. Se quedó mirándolo, con la mano floja, con los ojos fijos en esas hojas destruidas. No dijo nada. Solo cerró los ojos un segundo. Respiró hondo. Y desde ese día, dejó de hablarle. Daniela no lo soportó. Fue como cortarle el oxígeno. Como desterrarla de su propia existencia. El odio se le pegó al cuerpo como un parásito, como una enfermedad sin cura que la consumía por dentro. Su mente se convirtió en un túnel oscuro donde solo quedaban susurros venenosos y pensamientos deformes. Se convenció de que Sheila le había lavado el cerebro, de que Thiago estaba cegado, de que él solo necesitaba que alguien le abriera los ojos. De que ella, y solo ella, podía salvarlo. No quedaba mucho para Navidad cuando todo estalló.

El día en que todo ardió

El centro estaba en plena actividad cuando ocurrió. Pacientes en las salas de terapia ocupacional, educadores en sus turnos, revisando registros, controlando medicaciones. Yo estaba en el comedor, con la taza de café a medio terminar, cuando vi a Daniela caminar directo hacia Thiago y Sheila. Su mirada echaba chispas, su cuello se movía ligeramente y el ojo izquierdo comenzaba a entreparpadearle. La energía en la habitación cambió. Thiago se tensó al verla.

—¿Podemos hablar? —dijo Daniela. Su voz no temblaba.

—Ahora no.

—Es importante.

—No, Daniela.

Sheila miró de un lado a otro, incómoda.

—Podemos hablar después, ¿sí? —intentó suavizar la situación.

—Tú cállate.

Sheila frunció el ceño. Y entonces, en un parpadeo, todo explotó.

Daniela metió la mano en su bolsillo y sacó el bolígrafo. No hubo advertencia. No hubo gritos previos. Solo el instante exacto en que la punta metálica se hundió en la garganta de Thiago. El sonido fue sordo, espeso. Un jadeo rasgado. Un gorgoteo oscuro. Thiago llevó las manos a su cuello, pero ya era tarde. La sangre le brotó entre los dedos. Sheila gritó y trató de empujar a Daniela, pero Daniela giró sobre sí misma y le hundió el bolígrafo en el estómago con un golpe seco. Sheila se desplomó. Los gritos llenaron el comedor. Yo… no me moví. Nadie lo hizo. Thiago cayó de rodillas. Daniela lo miró, con la mano aún aferrada al bolígrafo.

—Yo… yo te quería…

Su voz era un susurro roto. —Yo… yo te quería… Una y otra vez, en un bucle infinito. Los demás comenzaron a reaccionar. Se escucharon pasos apresurados, gritos pidiendo ayuda. Pero ella no esperó. En un gesto que parecía haber estado predestinado, deslizó la punta del bolígrafo contra su propia garganta. El filo rompió la piel sin esfuerzo. Un aliento entrecortado. Un paso torpe hacia adelante. Un golpe seco contra el suelo. El silencio fue insoportable. Nadie reaccionó de inmediato. Nadie supo qué hacer. Los paramédicos llegaron tarde y Thiago murió en el acto.

Sheila sobrevivió. Daniela también. Los paramedicompudieron salvar sus vidas. Sheila jamas volvió a pisar el centro, se dice que después de que se recupero, se mudo a otra ciudad para poder volver a empezar. En el caso de Daniela, no solo tendra que vivir con lo que hizo. Las secuelas la condenaron no solo a la reclusión, sino a pasar los próximos veinte años en un centro psiquiátrico. Veinte años a la sombra de la vida.

Los medios convirtieron la tragedia en espectáculo. En segundos, Daniela se convirtió en la villana perfecta: la amiga despechada, la mujer enferma, el monstruo sin control. Que no dudo en arrebatar una vida e intentar quitar otra. Analizaron su vida, diseccionaron cada detalle, buscando una razón para el horror. Para poder comprender. Pero no había razones. Solo obsesión. Solo un amor que nunca fue correspondido y una mente que se quebró en el proceso. Los educadores volvieron al trabajo con el tiempo. Las salas se llenaron de nuevos pacientes. El centro siguió funcionando. La sangre se limpió del suelo. Los nombres se olvidaron. Y yo… yo me fui de allí. No volví a pisar ese lugar. Pero a veces, en las madrugadas, cuando el insomnio me muerde el cerebro, cierro los ojos y aún escucho su voz.

Yo… yo te quería…

Porque nadie quiere recordar lo que sucede cuando las sombras de la obsesión se convierten en tinieblas.


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¡GRACIAS!








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