P.A.S, La maldición de los sensibles

Capítulo 1: La Espina


El timbre del instituto sonó con su estridencia metálica, un ruido que se le metía en los huesos a Gabriel como la confirmación de que el día estaba perdido antes de empezar. Caminaba por el pasillo con la cabeza gacha, los libros apretados contra el pecho, como si ese gesto infantil pudiera volverlo invisible. Pero nunca lo era. Siempre lo encontraban.

—¡Eh, PASado de raro! —la voz de Estéfano lo atravesó como un golpe seco.

La palabra pesaba más que cualquier empujón. PAS: persona altamente sensible. Así lo había nombrado una orientadora escolar cuando intentó explicar por qué Gabriel era distinto. No se trataba de una enfermedad ni de un insulto, sino de un rasgo: vivir con la piel expuesta, sentir demasiado, percibir más de lo que cualquiera querría. La orientadora incluso había mencionado otros casos, chicos que no soportaron la presión y terminaron quebrados de golpe, como si el instituto los triturara desde dentro. A Gabriel aquello le sonó a condena conocida: aulas que parecían trincheras, pasillos convertidos en emboscadas, profesores que miraban hacia otro lado. Espacios que deberían ser refugio y se transformaban en infiernos cotidianos.

En boca de Estéfano y su grupo, la sigla se volvió un arma. Para ellos significaba debilidad. Para Gabriel, una marca imposible de borrar.

El pie de Estéfano se cruzó en su camino. Gabriel cayó de bruces, los libros se desparramaron y las risas brotaron como una jauría. Lucía lo señaló con sonrisa melosa, Claudia soltó una carcajada hueca, Jimena y Rocío se sumaron al coro, movidas más por miedo a quedar fuera que por malicia propia.

—Míralo, parece un insecto boca arriba —dijo Lucía.

—¿No vas a llorar, PAS? —susurró Estéfano, inclinándose hasta rozarle la oreja.

Gabriel no contestó. Se levantó despacio, recogió los libros y siguió caminando. El calor en el rostro lo delataba: vergüenza, impotencia, rabia contenida.

Cada día era lo mismo. Burlas que derivaban en empujones, empujones que acababan en golpes, golpes que se transformaban en encierros en los baños o mochilas lanzadas por la ventana. Los profesores veían, pero callaban. La directora, con su sonrisa de plástico, repetía siempre: “Sin pruebas no podemos actuar”. Como si los moretones no fueran pruebas. Como si su silencio no gritara más que cualquier palabra.

De noche, tumbado en la cama, Gabriel repasaba cada humillación como si fuera una película interminable. Imaginaba venganza. Veía a Estéfano inmóvil en el suelo, con los ojos desorbitados. Pero todo quedaba en su cabeza. Él no era un monstruo.

Hasta que una noche, sin pensarlo, murmuró en la oscuridad:

—Ojalá…

El dolor fue inmediato. Una punzada en el pecho, como si algo se le clavara en la carne. El corazón golpeó con un ritmo irregular, desconocido. Por un instante creyó que iba a morir.

Al día siguiente, Estéfano no apareció en clase.

Capítulo 2: La Maldición

Al principio fueron solo rumores. Que Estéfano había faltado a clase, que estaba enfermo. Después alguien dijo que se despertaba gritando en mitad de la noche, que su madre lo encontraba de pie en el pasillo murmurando que “alguien lo miraba”.

Gabriel escuchaba esos comentarios en silencio. Cada palabra le atravesaba como una descarga. La punzada en el pecho, la espina, vibraba en sintonía con aquel miedo.

Días después lo vio en el instituto. Ya no era el mismo: la piel cetrina, los ojos hundidos, las manos temblorosas. Cuando se cruzaron en el pasillo, Estéfano retrocedió un paso, como si lo temiera. Gabriel no dijo nada, pero la sensación fue clara: su sola presencia lo estaba desmoronando.

En el recreo, lo observó a lo lejos. Estéfano se cubría las sienes, susurrando entre dientes:

—Que se calle… que se calle…

Nadie entendía. Nadie salvo Gabriel, que sintió cómo la espina latía dentro de él con un ritmo sereno, satisfecho.

Al final, la noticia corrió como un incendio. Estéfano había colapsado en su habitación. Lo encontraron tirado en el suelo, incapaz de mover las piernas. Los médicos hablaban de una crisis neurológica sin causa aparente.

Gabriel huyó al baño y vomitó hasta desgarrarse la garganta. El espejo le devolvió un rostro blanco, con los labios secos y los ojos enrojecidos. No podía ser real. Pero lo era.

Esa noche, su abuela lo esperaba en la cocina. No se sorprendió al verlo entrar, como si lo hubiera sabido desde siempre. Lo miró con la calma de quien reconoce en otro la misma desgracia.

—Estás distinto —dijo—. Igual que tu bisabuelo.

Le entregó un cuaderno de tapas gastadas, cubierto de polvo. Gabriel lo abrió y leyó, con la respiración entrecortada:

“Algunos de nosotros llevamos espinas dentro. Nos perforan y nos envenenan, pero también hieren a los demás. La sensibilidad es un don, pero cuando se desborda se convierte en maldición. Sentimos tanto, que lo que sentimos se vuelve real.”

Gabriel levantó la vista, apenas un susurro escapó de su boca:

—¿Los PAS maldicen?

La abuela sostuvo su mirada sin pestañear.

—No maldecimos. Solo… lo hacemos real.

El corazón de Gabriel dio un vuelco. La espina dentro de su pecho latió con fuerza, como si aprobara cada palabra.

"Eso hace todo mucho más inquietante porque la venganza no es inmediata: es lenta, corrosiva, invisible a los ojos de los demás."

extraído de MELTDOWN.









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